viernes, 29 de junio de 2007

Vientos Argumentales.

"No son razonamientos sino vientos argumentales los que llevan a un sujeto a expedirse de tal o cual manera, con más o menos ahínco, sobre un determinado tema. Los vientos argumentales son a veces tan fuertes, que generan la capacidad de construir un argumento que la razón adapta y macera hasta que se parece mucho a una idea. Los vientos argumentales, como los alisios o la sudestada, varían en intensidad, por lo que los argumentos de los individuos fluctúan, atraviesan súbitos vaivenes, y sin embargo, perduran. Los vientos argumentales constituyen la esencia, la motivación que sostiene los argumentos barrilete que los diferentes autores defienden con los dientes. Cuando amainan los vientos y los argumentos descienden, los autores no se preocupan porque saben que en definitiva, el pensamiento es un fenómeno meteorológico. O al menos, más meteorológico que lógico." (1964)

jueves, 28 de junio de 2007

Cuando me Atilio.

Hoy, me doro. Me aso en la vereda, me Atilio, me hago muy yo, con pedazos de mi mismo me redundo. Me redacto. ¿Qué pasa con este Atilio? ¿Por qué me Atilio? Un Atilio etílico, una picazón providencial. Escribo como todos los días pero hoy no me poeto. Hoy me doro a la sombra o al sol de las frases que voy gurucutando. Tengo un cuaderno lleno de sentido, una birome que arrulla las ansiedades. Finalmente lo que queda es como un torniquete, un hagamos un nudo para contener la sangre, esa sangre que me veno, que me lato por las autopistas, que me bracea y enpierna, de punta a punta de la carcaza. No puedo entender que a fin de cuentas seamos unos sistemas más o menos imperfectos, llenos de voluntad y desilusión, llenos de veranos químicos y la palmera coqueta; somos un corazón y sus venas, y por eso los recuerdos del mar, del beso de anoche, las ganas de que te saques la pollera; y sin embargo un riñón y otro, el hígado sano, el rotundo páncreas. Y cómo me cuesta relacionar las ilusiones del amor con el colon, la voluntad de vivir con la pigmentación de la piel, el mate amargo y los procesos digestivos. Cuando pienso en las rotundas venas, en el caudal vital poco poético, en la orina y el iris, en esos momentos me Atilio hasta la manija, me yoízo, me quiero olvidar del organismo y pensar que no se piensa con el cerebro, que existe la voluntad de ir a ver el mar con vos y no la rodopsina, que existen las ganas de quererte y no las carótidas; no me creo que existen los cuerpos, no puede ser cierto que ante todo vena, vena vena vena, que antes que el amor por vos haya vena, antes de la sensación de tiniebla haya vena, antes de la pasión por algo, haya mucha vena vena vena y no más vuelta. Y que sin vena no hay nada.

miércoles, 27 de junio de 2007

Orinadores dentro del Tarro.

Para dejar de orinar fuera del tarro, Atilio compró una lija, descascaró las paredes de la pintura vieja, compró una lata de veinte litros de Albalatex, una brocha y un rodillo, adquirió ímpetu, se alegró, se paró sobre una escalera, pintó por horas fumando sin manos, pensó poesías, eligió un verbo para Morelia, se bajó de la escalera, hizo un omelette, me sirvió vino, habló un poco, y después del trajín se puso a mear dentro del tarro. Practicó con minuciosidad, porque mear dentro del tarro es muy difícil. Dictó cursos de poesía donde sus alumnos no aprendían a escribir y ni siquiera leían, sino que venían a clase con grandes tarros de pintura (después de lijar y pintar sus casas), y lo que practicaban era, ante todo, mear dentro del tarro. Los tarros se iban llenado y clase a clase los tarros fueron pesando más, y llegaron a pesar tanto que Atilio les permitió (porque es un buen profesor) dejar los tarros en la cocina de su casa donde transcurrían las clases. Había un poco de olor, pero no importaba porque esa orina había sido colocada dentro del tarro, y eso es bueno porque es ante todo un acto profundamente moral. Fundó el primer Club de Poetas que Además de Poesía, Mean Dentro del Tarro, y si bien los versos que producían eran muy malos, no importaba demasiado porque al momento de mear, lo hacían dentro del tarro. Al principio les costó, como toda nueva disciplina, y no faltaron los cruces entre distintas escuelas técnicas. El péndulo de la orina es incontrolable, eso es de conocimiento público. Cuando el olor se hizo insoportable, Atilio les hizo vaciar los tarros (algunos con musgo) y leer versos de Oliverio Girondo, u otro autor que se le ocurriera en el momento.

martes, 26 de junio de 2007

Mejoramiento de Metáforas.

Delirio o no, Atilio organizó un controvertido taller literario en el que asesoraba a sus alumnos en la construcción de metáforas. Originalmente el curso se llamó: “Lo que no hay que escribir para mantener la dignidad.” Aunque fue más conocido por “Mejoramiento de Metáforas.” La mecánica era la siguiente: los alumnos se reunían en un aula con sus cuadernos llenos de metáforas. Atilio los hacía leerlas en voz alta, mientras él recorría el aula (probablemente la cocina de su casa hasta que inauguramos la sede oficial del CES en un café de Congreso). Despreocupado por su arbitrariedad, Atilio opinaba largamente sobre las metáforas de sus alumnos. Mencionaba las virtudes de la sinéresis, la innecesaria persistencia a describir en exceso. Se preguntaba, extendiendo la pregunta a sus alumnos, por qué la gran mayoría hablaba de amor. Sus alumnos, que le tenían mucho respeto, tomaban nota, aceptaban sus cambios, producían violentas reescrituras. Referiré uno de los casos más paradigmáticos.

Uno de sus alumnos (yo), había escrito: Paula dormía enroscada como un arrecife de tela. Tras la primera modificación, la frase quedó: Enroscada como un arrecife de tela, Paula duerme. El alumno (yo) comprendió que el uso del presente le daba vida a la imagen. Atilio prosiguió en su crítica, anonadado por la necesidad de sus alumnos por decir siempre tantas palabras. Acepté su última sugerencia. Después de todo, él era el poeta de Tigre. La frase quedó así, mucho más perfecta: Paula duerme.

lunes, 25 de junio de 2007

Abstracción de la Mañana.

Aquella mañana, ya cerca del mediodía, los ojos de Paula (que eran otros) se escondían entre sus manos y los mechones negros. En mi tentativa de abstracción señalo lo siguiente: Álvarez Gómez manifiesta su profunda negación a olvidar esa mañana.

Siguiendo una vez más el delirio de Ireneo Funes, el fanatismo por una imagen comprobada, tan real como efímera, recuerdo: una boca a las once y cinco, la fila de dientes y la comba de los labios; la boca breve de las once y siete; el dilema del tiempo que transcurre, la cortina translúcida, la música que se apagó. Álvarez Gómez evoca (para no volver a olvidar): la caricia de las nueve y veinte, el té de las ocho, el abrazo de las ocho y uno. A fin de cuentas, lo que sucede sucede en el tiempo, dentro del tiempo como usted y yo esa noche de junio –mes frío pero genuino- aunque ya era la mañana y las luces, la niebla y el vapor del té.

La pretensión –idealista- de no dejar escapar ningún detalle (las tiritas verdes de la tela que cubría tus hombros, el tacto y tu cintura, la activación de tu sonrisa cuando ya quedamos solos y podemos explorarnos) lleva a que los días se hermanen en una gran sensación de junio, de abrigo contra abrigo –detenidos en una vereda del centro-; a cómo dijiste querés café y yo acepté para que la noche durara un poco más. Todo se confunde y vuelven las rayas negras de tus medias de cebra, el fulgor de tu pulóver de oso hormiguero, la luz de la ventana del avión o la cocina.

Materia errante, el tiempo o la evocación del tiempo terminan siendo casi lo mismo. La percepción irá modificando el cuadro, frondoso pastel de esa mañana luminosa; tendré que aceptar que no existe algo así como un recuerdo, sino una transición eterna producida por las evocaciones que vienen después. Quizá la próxima vez que recuerde tu risa de pájaro, tus manos a las diez y cuarenta, lo que vea sea diferente. Lo único inalterable es el suceder, el estar allí. El haber estado no dejará nunca de modificarse.

sábado, 23 de junio de 2007

Explicación, Flema y Paula.


Antes de pasar al relato que se enarbola esta noche de sábado, me permito la siguiente explicación: fue la flema y no otra cosa la que me alejó de este Diario a través del cuál, de la forma que sea, me comunico con unos pocos lectores que respeto (y necesito) mucho. La flema, además de constituir una barrera literaria (barrera bastante elástica, por cierto), invita a la reflexión. Como alguien una vez comentó, una buena forma de no perder la necesidad de escribir es no escribir por un tiempo. Esa pausa esta vez fue por la flema. O no.

Podría sintetizar buena parte de mi vida diciendo que muchas veces me acerqué a Atilio con una noticia sobre Paula, sobre algún esplendor que le encontré, una novedad en la mirada. Los ojos nuevos de una mujer que se detuvo. Atilio solía responder siempre algo similar. Yo solía interpretar muy poco de sus comentarios, y volvía a mis fantásticas imaginaciones. Cuando Atilio perdió la cabeza por una mujer (¿era Morelia?), vino a hablarme. Le había sucedido. Se sentía estúpido e incapaz de razonar. No me sorprendí. Los dilemas humanos son siempre los mismos. Cabe preguntarse si es mejor ser apático que estúpido. Si es mejor protegerse del amor de Paula, o perder la cabeza, los pantalones, la dignidad, la fe y la personalidad por una mujer. En este tiempo (fueron unos años ya) he oscilado entre las dos opiniones. Por primera vez considero que esta oscilación es la forma más pura de la coherencia. El vaivén, en este caso, es coherente. Pensé muchas veces que no existía contexto incapaz ser mitigado por un buen trompetista y una bañadera caliente. También pienso todo lo contrario.

Quizá Paula nunca venga, espejismo de mujer. Quizá sea sólo un velo o una fragancia que me puebla la cabeza. También puedo equivocarme y que Paula exista; y que su proximidad se torne temeraria.

viernes, 22 de junio de 2007

Diferencias entre Mirar y Visionar.


Uno de los debates más rudos propios de las escuelas de cinematografía estriba en la sutil pero catastrófica diferencia entre quienes miran películas y quienes las visionan. Detallaremos abajo las principales diferencias.

Se mira una película en una butaca de cine o en un televisor. Lo fundamental es que los ojos del mirador apunten a la pantalla. El visionado, en cambio, exige unos cambios de postura. Por lo general lo que se visiona son filmes (no películas), y sépase que la diferencia no es menor. Para visionar correctamente un filme, los siguientes consejos: frunza el ceño, simulando profundo desinterés por lo que se proyecta; sosténgase la cabeza con alguna parte del cuerpo; haga con los labios el gesto de pejerrey marplatense recién extraído del océano; muévase con incomodidad; suspire cuando los demás puedan oírlo; sonría ante algún movimiento virtuoso o alguna cita particular. Cuando salga del cine (si allí estuviere), quéjese. Así habrá visionado correctamente un filme.

Atilio confeccionó un catálogo de filmes para visionar y de películas para mirar. Será prontamente publicado. El Poeta de Tigre no ha podido evitar un sesgo en favor del cine francés.

martes, 19 de junio de 2007

Regreso al Federal.

La segunda vez que fui al Federal fue unos días después. La noche era casi la misma; la penumbra, apenas distorsionada. Era un regreso distinto. Atilio dormía en su asiento. El mozo dormía sobre el mostrador. Los cocineros dormían, aunque no podía verlos. Alrededor, en las mesas contiguas, los parroquianos se habían dormido sobre sus platos. Una señora había volcado su vaso de vino. Una mujer había interrumpido una conversación, ahora estaba tendida sobre una tortilla española. Todos dormían. Todos estaban soñando.

Yo caminaba entre las mesas, midiendo los pasos para no despertar a nadie. Encontré mi mesa. Encontré la tuya. La penumbra era diferente. La luz que te caía no era amarilla. Dormías sobre un antebrazo. El sueño te acababa de vencer, porque en tu copa el vino aún se movía. Me senté cerca de tu cara. Te vi dormir. El único que estaba despierto era yo. Miré alrededor, por temor a que me vieran tan cerca tuyo. Todos dormían. Me incliné. Tu brazo se movió. Tus ojos, que habían cambiado otra vez, se abrieron. Llegué a mirarlos, pero un sueño profundo me volcó sobre tu mesa. Ahora el que dormía era yo. Vos estabas despierta, muy cerca de mi cara.

domingo, 17 de junio de 2007

El Postergador.


Parecerá asombroso, pero preparar una taza de té lleva su tiempo. ¿Cuánto puede tomarse un empleado en la preparación y correspondiente ingesta de una infusión?

Sendas pautas publicitarias asocian al té con una pausa. Esta oscila entre los siete y los treinta y cinco minutos. Atilio hizo un riguroso análisis sobre cómo extender el mandado a bodega de un té oficinista.

Las obligaciones laborales se dividen en dos: postergables e impostergables. A su vez, las obligaciones impostergables se dividen en: impostergables impostergables e impostergables postergables. El día laboral en general se construye como una cebra de franjas de postergabilidad e impostergabilidad. El talento del postergador (individuo capaz de postergar lo impostergable), consiste en el armado de un cronograma riguroso que le permite hacer pausas de majestuosa duración.

La tarea no es fácil. Los trucos, varios. Según los consejos de Atilio, el Postergador ejemplar elige siempre una taza sucia. Generalmente la esponja de la cocina está demasiado gastada: su rugosidad es incapaz de desprender los cuerpos extraños adheridos a su interior. Negado a someterse a atentados bacteriológicos, el Postergador se comunica con el personal de mantenimiento para solicitar esponja nueva y detergente (que ha escondido detrás del tacho de basura). El personal de mantenimiento, ocupado aspirando las alfombras, no lo atiende de inmediato. El Postergador se adjudica unos gloriosos diez minutos. Ya con todos los elementos, procede a higienizar su taza. Esto le lleva ocho minutos. Tradiciones asiáticas consideran ofensivo tomar té en una taza húmeda. Tampoco apoyan el secado con repasador. La taza debe secarse al sol. El Postergador sale al patio. El tiempo nublado ralenta la maniobra de secado. La taza permanece allí, sobre una mesa. Mientras tanto, el postergador se dedica a pensar en historia China, recorre mentalmente las dinastías, intenta pronunciar algunas palabras. Cuando su jefe lo sorprende en su estado de pasividad, el Postergador no se alarma. No tiene por qué. Aprovecha para meter algún bocado de cordialidad, una pregunta por la familia. Cuando el jefe le pregunta qué está haciendo hace veinte minutos en el patio, el Postergador responde: dejando secar mi taza. En seguida repasa las tradiciones de la cosecha, menciona Ceylon, habla de grandes barcos cargados de té. El jefe lo oye, sonríe y se va. La taza está casi lista.

El Postergador sube la escalera, pone la pava al fuego y aguarda. Seis minutos después, con la temperatura justa, vierte el líquido en el recipiente. Introduce el saquito. Espera que el agua caliente reclame el té. La infusión se constituye: el Postergador tiene frente a sí una taza de té. La endulza, revuelve sin prontitud. Repiquetea la cucharita en el borde. Está a punto de probarlo. El proceso completó le llevo setenta y siete minutos. Algunos lo llaman villano. Otros: artista.

viernes, 15 de junio de 2007

El Federal.

Doce aceitunas, un López, la mesa de al lado. La noche se hace relato en San Telmo. Atilio fumaba oyendo a su compañero. Su compañero, Álvarez Gómez, pensó qué sería de ese bar con el tiempo, ahora que los minutos duran cada vez menos.

Nueve aceitunas, una mujer en la cabecera, asimétricas copas de vino, dos tortillas españolas; la tibia certeza de que afuera llovió y adentro está tan bien. El umbral, tres viejos cayéndose de la silla. Una mujer soltera, entrada en años, conteniendo la amargura de haber envejecido.

En la mesa larga. Una mirada prohibida, un tenedor en el piso, pasos sobre piso de madera. Las glorias de la calefacción. Una conversación sobre la mesa vecina, Atilio ausente. Álvarez Gómez presiente que todavía será joven, por lo menos un mes más.

Madrugada en El Federal, fundado en 1864, conocido recién anoche, hace treinta y cinco años. Todo está casi igual, aunque Atilio ya no me acompaña. Una mujer en la cabecera, la luz amarilla cayéndole en la cabeza, otro López, cinco aceitunas. Una conversación mezquina, mi compañero consumido por su tranquilidad. Álvarez Gómez levanta una copa en dirección a la cabecera donde duerme la imagen de una mujer. Ella sonríe, levanta la suya. Deja el antebrazo suspendido en el aire.

miércoles, 13 de junio de 2007

Crítica Escatológica.

Escribí dos modestas cagadas de paloma que ilustran el adoquín. Esa leve lágrima, ese esforzado despojo: lo único que tengo. No me quejo: las palomas han cagado sobre bellas estatuas y edificios, copiando con entusiasmo de joven los contornos del original. Me conformo con hacer cagadas de paloma, humilde lámina de mierda sobre lo que en verdad es bello.

lunes, 11 de junio de 2007

Nostalgia de la Temperatura Perdida.

A veces me pregunto cuál es el mate de la alegría. Atilio suele responder: éste. La idea detrás de esto es nuevamente sobre la nostalgia que provocan los termos, elementos que mantienen el agua caliente, aún sabiendo que ésta se enfriará. Si la alegría es ante todo yerba humedecida, entibiada, entonces algo mágico aún perdura.

Yendo hacia la magia me topo otra vez con Paula. La evocación de cómo en su perfil rebotaba la luz que venía de los cielos, un poco por angelicalidad, un poco por estar en un avión de línea.

La preservación de los recuerdos es una actividad horrorosamente parecida a la del termo que retiene el calor del agua. Que a medida que lo va pediendo, lo evoca, lo representa, lo imagina. El calor se termina yendo por completo, pero la memoria retiene algo parecido aunque ajeno, un eco de tibieza. Un rumor anterior.

Paula es ante todo un rumor. Una lejanía. Un saco de mujer a la altura de la nariz; la ansiedad repetida. Una avenida iluminada en enero o una lágrima grande con medialunas. El asiento 17B. Una línea trazada con el pie; suavidad o transparencia. Versión dominguera de una balada de jazz tocada hace años, reproducida en una habitación de Buenos Aires.

domingo, 10 de junio de 2007

Continuidad de las Paulas II.

Alguna vez rememoré (¿o fue Atilio?) cómo en cada una de las mujeres había algo de esa mujer que por azar se llamó Paula. Hoy, la noche de junio, rememoro un sueño donde una mujer, un automóvil, la oscuridad, algunos policías, y yo sentado en el asiento del acompañante. La mujer, seguramente Paula porque no quedan muchas opciones, estaba al volante. Ahora conozco tanto su voz que puedo escucharla, ahora podría enumerar los detalles de su cuello. En ese sueño reconocí su presencia y comprobé que estábamos en peligro de que esos policías nos confundieran con ladrones y dispararan. El acto refeljo fue el miedo. El segundo impulso fue acercarnos para cubrirnos de brazos, acercando mi cara a la tuya y entibiarnos los dos, protegidos del peligro. Desperté con la timidez de quien ha soñado con el amor de una mujer.

La inevitable continuidad de las Paulas me lleva a pensar que las huellas en la arena (la playa marplatense, el mar negro, el viento frío) ya se han borrado. Nuevamente nos queda la evocación de una noche azarosa. Azarosamente caminamos, azarosamente te miré la boca un segundo de más. Tu cara cambió. Tus ojos eran otros.

Las palabras dichas operan como misterios. Una caminata en la noche, dos butacas de avión, tu mano y un sacapuntas. Todo esto gravitó y esta noche, mientras evoco los años de mi juventud, pienso que una Paula cíclica y azarosa estará más o menos cerca, más o menos en mi mente, acompañándome como una vieja conocida.

Nunca un título tan acertado, nunca una noche tan justa como esta para elegir la vigilia y repudiar el sueño. Ya me dormiré y con suerte aparecerán los policías y tus antebrazos. Hubiera caminado esta noche con vos, aunque sólo pude imaginarte mientras caminabas, quizá con apuro, quizá con tu paz habitual. Me llegó una voz enroscada en risas y alguna respiración más alargada. Pero sí, entendí el pedido.

viernes, 8 de junio de 2007

Crédito Afectivo.

Atilio elaboró una interesante teoría acerca de las expectativas afectivas. El postulado principal sostiene que un hombre puede (con razón) ofrecerle a una mujer -que no lo ama- que le adelante su amor (aunque resulte un poco forzoso), ya que el hombre le asegura que la mujer, finalmente, lo amará.
Atilio propone así una transacción que elimina la histeria. Su argumento es bueno: la histeria –por ende el amor- no es más que una asimetría afectiva. Para anularla, Atilio propone el crédito afectivo para adelantar inútiles y sufridos estadíos de desamor. En pocas palabras, Atilio decía: "No a la sinusoidalidad del amor; no a la desalegría matutina."

El Rayo Verde. (1972)

Sobrevolábamos la Tierra y en el horizonte, como un espejismo, el Rayo Verde. Esta es la historia de cuando Paula y yo, una tarde de junio, un junio de junio, vimos El Rayo Verde por la ventana de un avión. Recuerdo que fue hace mucho tiempo o un año, hace un mes o anoche cuando intentamos no olvidar las ondulaciones de la arena en la playa, arena oscura en una noche fría y junial. La narración no puede ir en una sola dirección, no puede sino manifestarse como un azar, simple y natural como un juego entre variables que una tarde y una noche y una mañana. Acepto el desafío de la alusión. Sin embargo no puedo dejar de creer que la evocación es el mismo procedimiento hacia atrás (recordar) que hacia delante (proyectar), ya que ambos procedimientos son esencialmente imaginarios.

Suponiendo que El Rayo Verde es (fue, será) algo así como un secreto o susurro (entre vos y yo), en la historia debería haber algún comentario o nota al pie que afirme que Paula y yo, a principio de junio (aquel junio, indistinguible de todos los que vendrán), vimos (hemos visto, veremos) un Rayo Verde desde las alturas y sobre el ala izquierda de un avión. El comandante anunció dificultades para aterrizar en Buenos Aires. El comandante mencionó Mar del Plata.

Los elementos: un colectivo de línea, un aeropuerto nocturno, puré de manzana, vino blanco, frío viento marino. Paula y sus huellas en la arena (huellas solo de ayer). La butaca del avión, tu cercana fragancia, el contraluz la mañana siguiente (soberbio, contra el cielo y la ventana del avión), un urgido paréntesis, un diálogo sereno, epílogo de viaje con Paula, proximidad de Buenos Aires, Paula de anoche, tu saco o frazada.

martes, 5 de junio de 2007

Lapsus Mecanográficos.

Sigmund Freud hubiera hecho mucho más dinero de haber vivido en la era de los teclados. Su conocida teoría psicoanalítica herviría de éxito al constatar que los famosos lapsus (latinazgo sin plural, aunque algo dentro mío me lleva a decir lápsuses) existen aún cuando las personas escriben a máquina.

Sucedió que Atilio, el Poeta de Tigre, descubrió este desliz por casualidad, cuando redactaba una carta a una muchacha que estaba cortejando. Cuando iba a poner Después de cenar, puedo acompañarte a tu casa, el inconsciente del poeta trastabilló y redactó: Después de cenar, puedo llevarte a tu cama. Advertido el error a tiempo, lo corrigió, aunque el peligro de esa idea lo llevó a querer investigar un poco más.

Notó que si liberaba el inconsciente, sus textos se modificaban sustancialmente a base de estos lapsus.

Una vez, al intentar escribir creo en la amistad entre el hombre y la mujer, terminó por redactar: ¿La amistad con mujeres? ¿Qué mentira es esa? ¿Yo dije que creía en ella?

En otra ocasión debió excusarse por escrito ante una mujer que lo esperaba a cenar esa noche. Intentó escribir lo siguiente:

Querida Clara,

Le pido disculpas por no haber cenado con usted. Verdaderamente usted me gusta mucho, pero a veces la jaqueca es descomunal. Me molesta haberle fallado pero no faltará oportunidad para volver a vernos.

La saludo con afecto,

Atilio.

En cambio, en el papel decía:

Clarita,

Convertite en un kilo de helado.

Atilio.

viernes, 1 de junio de 2007

Ingesta de Fideos.

En una fonda de San Telmo el señor se había quitado la boina. Sentado solo a la mesa, maniobraba con labios gruesos, regulando la introducción de los fideos a su sistema digestivo. Tomaba coca cola, era canoso, gordo, comía afanoso y solitario, en la última mesa de una fonda. Miraba su plato con ternura, metiendo el tenedor para acomodar el rebelde dibujo, como si se alegrara al corroborar que el plato estaba ahí, sobre su mesa, caliente y repleto. Se iría a dormir con el estómago lleno.

Yo estaba ahí. Si quisiera recrear aquella fonda –la de esa noche- algún comentador despiadado diría que exagero los detalles. Por ejemplo, en el fondo del salón había una silla alta para niños, y sobre ella, sentada, una damajuana. En las paredes había colgados carteles como los de antes; los mozos eran de oficio, la parrilla majestuosa; sonaba un tango de fondo.

Yo estaba ahí, corroborando el milagro de mi juventud, la certeza de ser joven y saberlo. El viejo comía su alegría de plato caliente en una noche de frío, y yo ratifiqué que era joven, como ahora ratifico que no lo soy. Esa noche tomé vino sabiendo que la juventud no duraría pero aún duraba. Y con esa sensación de aún, de todavía, festejé el milagroso presente.