Para empezar, seis sandalias, una por cada paso hasta el timbre y la mirada del colectivero, posiblemente Juan Carlos o Rubén; treinta sandalias, la esquina de Pringles, dos sandalias y los cigarrillos, el encendedor, la sonrisa del kiosquero. Cuarenta sandalias: suena el timbre y yo me levanto, no te esperaba, ocho pantuflas (¿en verano? mejor ojotas), la cerradura o antes el portero eléctrico y tu voz que llegó un poco distorsionada, soy yo, abrí; y antes es ayer a la noche y tu cara en penumbras, el silencio y después tu espalda que se aleja. Abrí. Abro. Ahí estás, ninguna sandalia, estás inmóvil y ya sé todo. Tus mejores palabras son con el cuerpo. Esta vez, con los pies. Vení, pasá, nueve sandalias, silla, cinco pantuflas, ¿café?, no, gracias. Silencio y ojos, silencio, tu cara de perfil. Habláme. Pero preferís no decir nada, elegís callar, mirar el helecho que cuelga en el balcón, y yo me siento un geranio, tan geranio mientras vos hacés silencio y sandalia, dos sandalias, me voy, ocho sandalias y estás en la puerta, abro, abrí, y así te miré irte, ocho, diez, veinte. Mil sandalias y yo geranio geranio geranio.