miércoles, 21 de marzo de 2007

Emigración

Cierta vez, en mi juventud, emigré. Los éxodos transforman las baldosas, las cúpulas verdes, los muros que parecen cárceles se erigen con majestuosidad. La pizzería de la esquina cobra aires de museo, las luces sobre Callao parecen encenderse en una delicada coreografía que declina hacia la noche y el rumor de los cines de Corrientes, las librerías, los bares donde la gente va a descansar y emborracharse después de días más o menos desalegres.
La transformación operó, fue ajena a mí, y muchos años después todavía me vienen las alfombras, la bombilla de un mate puntano, mi cara de joven asustado esperando en una silla, el asombro al salir de la boca del subte y sentir que Rivadavia era capaz de aplastarme.
La salida de un barrio es eso, es la súbita impresión de no caminar más por Avenida de Mayo hasta 9 de Julio, o al menos no en enero, con un sol bueno en la espalda de una mujer acuarela. Así y todo, muchos años después rememoro al gordo vendedor de pósters de Gardel y Evita, ese edificio abandonado por el que salía un aire de lápida, las novedades del Cine Gaumont, la ronca suciedad de las veredas, el ruido, el edificio del Congreso, la entrada señorial de Callao 25, el ascensor antiguo, esa pesada puerta de madera.

1 comentario:

Ela dijo...

En Buenos Aires hay que caminar mirando para arriba. A mi me sirve.
Me encanta Buenos Aires y me gusta mucho leer lo que escribe sobre ella y usted.

Saludos