miércoles, 18 de julio de 2007

Álvarez Gómez habla Atilio.

Quizá fuera su propia frustración, fijensé que ser poeta no quiere decir gozar de un caudal, a veces puede sucederle a él también, Poeta de Tigre, no tener un corno que decir, la más crasa inexpresabilidad. O llegar al punto de introspección más sublime como cuando escribió una de sus obras más exóticas. "Por el placer de" no es nada más que la manifestación literaria del placer de usar palabras y acomodarlas, darles ese orden dictado por la sintaxis, un ritmo decidido por el azar, y convenir que haya detrás de ellos un sentido más o menos capturable. En su caso, el sentido de "Por el placer de" estaba dictado por la satisfacción de escribir palabras como la que se me acaba de escapar (“crasa” como adjetivo de “inexpresabilidad”). Esa satisfacción, según Álvarez Gómez (yo) es análoga al placer de la medialuna, es casi igual a las mañanas cuando -antes que nada- me teconlecho. No debe sorprender que se encuentren cosas de Atilio en mis propios escritos, y cuando digo cosas me refiero a eso, cosas como las aletas o aleteos, un peine, un mate cebado una tarde de sol, un recorrido lento por la Ribera (“aún, la ribera”), una pausa que yo no hubiera hecho, un taxi que bajó por Las Heras mientras pensaba en una mujer. Atilio me ha dado tanto, y yo quiero expresarle mi gratitud de esta manera, rica en sinceridad, al comentar su obra. Él siempre comentó la mía, me la comentó a mí; y aunque no pocas veces fui alentado, muchas otras (las más) sentí que su rostro adquiría cierta aspereza al tener que enfrentarme para una de sus críticas. Así se aprende el oficio, decía, y en seguida cambiaba de tema o se olvidaba de lo que hablábamos.