martes, 11 de agosto de 2009

Manetti.

Lo de Manetti es algo extraño -aunque también- la historia más común. Todos, alguna vez, se pasan una noche entera hablando de ella. Todos, en el fondo, desean conocerla un poco más que el otro. Qué raro se ve desde la barra, quizá piense el dueño gordo, Manetti es a la vez imposible de evitar, pero también inabordable. Nadie se le acerca. Ella va. Nadie la niega, quizá porque nadie sabe cómo. En ese sótano los ánimos son más bien débiles, y un fenómeno como Manetti parece, por lo menos, extraplanetario.

Cabe aclarar, Manetti es una mujer.

Su trabajo es diferente al de las bailadoras. Su espectáculo, más teatral, trasncurre en las mesas. Nadie la dirige. Nadie le dice qué hacer ni en qué mesa sentarse. Cuando se la ve entrar, cada uno a sus ritmo, los parroquianos apuran el trago, apretándose en la silla, y con el firme deseo de que esa noche la suerte los acompañe.

Manetti no camina con pasos. La lógica de sus desplazamientos es imposible. Simplemente aparece, acá, allá, sentada en la barra hablando con el dueño.

Aún en las noches más calmas, su aparición despierta un tímido nerviosismo. El dueño, un poco mercenario, sabe que cuando ella viene la gente se pide un trago de más.

Las conversaciones con Manetti son fáciles de llevar. En realidad, habla ella. El parroquiano la escucha del otro lado del mundo, como si no tuviera palabras, o con palabras ajenas al lenguaje de Manetti. Ella lo sabe, pero no está ahí para comunicarse, sino para despertar otra cosa. Manetti sabe de qué se trata la impresión clínica que produce en los hombres. Sabe que es la perdición pero también la cura.

Algunos, los que ya ha repuntado un poco, intentan una conversación. Ella, que no tiene malicia pero conoce muy bien el oficio, los deja decir. Pero siempre los frena antes de de tiempo, antes de que el efecto terapéutico se transforme en veneno.

En el fondo, todos –incluido el dueño- le temen.

En silencio, con dedicación sacerdotal, aman a Manetti. Ella lo sabe y evita los desbordes. Se deja amar por los hombres solitarios que ocupan aquellas mesas pequeñas, con la cautela necesaria para mantener el equilibrio.