jueves, 11 de enero de 2007

Reflexiones Gastronómicas sobre la Conciencia (1971)

Encuentro dificultad para comprender las razones por las que escribo. Dificultad que se expande y cubre la superficie de mi conciencia, sin olvidar ningún detalle, como la decoración de una torta. De nuevo, las aclaraciones: la espátula que esparce la crema es mi propia conciencia; la crema, la viscosa materia que sale de ella: un animal fanático de sí mismo, el bestial incendio de llamas sacrílegas que sin recelo carboniza el jardín de mi tranquilidad interior. Entonces la conciencia, envuelta es sí misma, lanza gritos desesperados. La espantosa confusión de no ver es insostenible, por lo que opta por manifestarse –torpe como una zanahoria- a través de su propio invento: la escritura.
Imaginemos un pozo profundo. Imaginemos un individuo allí dentro, asustado, con frío, con la vista levantada hacia el punto luminoso que a cientos de metros de altura marca la abertura por donde sin querer ha caído. Ahora imaginemos que utiliza el razonamiento –auxiliado por la conciencia- para calmar la ansiedad y prepararse a esperar. Por último, supongamos que el fruto de su discernimiento ha sido –para entretenerse mientras aguarda y no morir de frío- continuar excavando. ¿No es ridículo? Figuremos ahora que en vez de pedir auxilio el individuo pide a gritos que llenen el pozo de agua. ¿Qué está sucediendo? ¿Ha enloquecido?

No. El individuo no está loco, todo lo contrario. Se ha sometido al juicio de la razón, y ha confiado ciegamente en ella.

De manera análoga al sujeto que en el fondo del pozo decide excavar o ahogarse, me siento frente a un escritorio y oprimo al azar las teclas de una máquina vieja. Si la escritura es únicamente el fruto de la confusión, para salir de ella lo único que hay que hacer es no escribir. La verdadera escritura –es decir, la escritura desprovista de confusión- es la escritura ausente. Quizá los verdaderos escritores son personas con brillantes ideas en perpetuo estado de latencia. A lo largo de mi vida he visto con frecuencia este tipo de sujetos, en general barriendo las veredas de una verdulería, silbando bajito, los ojos entornados, apenas humedecidos. En vano he tratado de imitarlos. Ellos, hasta algún punto concientes de su superioridad, no dejan de compartir su humana divinidad con el resto de las personas a través de sus pocas palabras y sus gestos amigables. Envolviendo un kilo y medio de tomates, el verdulero del barrio de mi infancia me dijo cuando tenía poco menos de diez años: “Pibe: la alegría es sublime y la razón su súbdito insignificante. Tomá los tomates.” No comprendí lo que quiso decir. Años después recordé su frase mientras caminaba por una calle recogiendo hojas de tilo. Supe que aquel hombre era un sabio.

No niego que a veces el acto de escribir parece impulsado por fuertes vientos, y que detrás del escritorio iluminado aguardan armados numerosos batallones de guerreros medievales; no sólo infantería, sino también barcos inmensos, cañones cargados, y una amplia caballería. A veces las palabras huelen a hierba fresca, a albahaca recién cortada. Esos breves instantes engañan al autor, que se considera magnífico. Nace el vicio de escribir, villano encadenamiento de sonidos y letras que produce burbujas saladas en orillas de grandes océanos, para luego secarse y desaparecer.

11 de enero

Sí, es once de enero, con letras y con números, y el día es mucho más importante de lo que parece porque decidí nacer. No es una broma inteligente, sólo que hasta el día de hoy fui póstumo. Eso me aburrió bastante, por lo que aparezco ante todos ustedes, que por el momento no existen. Tomé la decisión: seré. Existo igual que un ser humano, sólo que un poco más discursivamente. Agradezco, no sé a quíén, este momento emotivo que por el momento comparto sólo conmigo.
Los invito a leer, sin asegurarles diversión.
También podrán ver algunos ensayos póstumos.
Los saludo con una alegre bienvenida.
Atte.,
Álvarez Gómez.