sábado, 17 de marzo de 2007

Llovía.

No responde a un deseo demasiado sofisticado, es más bien un adueñarse o una obstinación. Despertar y decir: no voy a olvidar jamás, ninguno de los movimientos, ninguna de las palabras con la que cada uno se narra a sí mismo y a su entorno. Ni cómo los hielos flotaban en mi vaso y a veces chocaban contra el límite de cristal. Responde a una certeza, no soy Borges, no soy Ireneo Funes, soy sólo Álvarez Gómez combatiendo contra las limitaciones de la memoria, las secas embestidas del tiempo que de apoco se va llevando cosas, los gestos más pequeños, las veces que levanté una cuchara para endulzar un té, una vez que abrí una canilla y tomé agua a los seis años, haberme atado los cordones en un partido de fútbol. La memoria funciona así, con paciencia geológica, desvinculándose de todas las cosas, siempre y cuando no se le haga resistencia. Entonces esto responde a querer conservar los restos de tiempo que ya no nos pertenecen sino a través de su evocación tardía, a través de ésto –el texto- o a través del café de mañana cuando en la renovación de tus gestos –cuando pruebes el café, cuando lo revuelvas, cuando mires un poco de costado a un perro- yo retenga los gestos que ya son de anoche, que ya se nos han desprendido, que ya son de lo vasto.

Me olvidaba, casualmente, de un detalle que por haber salido el sol no mencioné. Cómo llovía, cómo llovió, cómo una calle ancha y vacía.