sábado, 3 de febrero de 2007

Continuidad de las Paulas

Un amigo de la infancia al que no veía hace mucho contó más o menos esto. Su primer gran amor se llamaba Paula, una chica de cuatro años, rulos y mocos, a quien conoció una mañana de la década del treinta en el barrio de Belgrano. La amó como aman los niños, la miró y pensó en qué bien se sentía ir a la hamaca con ella, comer galletitas, y tirarle piedras a los autos. Seis años después, su segundo amor. No se llamaba Paula, pero él encontraba un parecido en la manera de comer pochoclo en el cine, o de atarse los cordones. A los diceiséis, contra un teléfono público, lo besaron por primera vez. Tampoco se llamaba Paula, pero había algo, como un fervor, que le recordó a su antigua amada, la original. Aquel primer beso tuvo gusto a cigarrillo, pero no se quejó ni de eso ni del zamarreo. Al año siguiente, en un hotel de Congreso, conoció el cuerpo de una mujer desnuda. No se llamaba Paula, pero algo había en su cálido vaivén, en su piel de níspero maduro que le recordaba a su primer amor. Por temor a equivocarse, nunca las llamaba por el nombre, porque en el fondo sospechaba que eran todas Paulas. Hace dos semanas, dijo, pasó algo extraordinario. En una reunión social, sentada del otro lado de una larga mesa, creyó reconocer los rulos de la verdadera Paula. Se acercó, dijo su nombre, y ella sonrió complacida. Estaba convencido de que se trataba de la única Paula que existe. Su emoción era grande. Temeroso de vulnerar su jovial entusiasmo, preguntó su nombre: Romina. La desilusión no duró mucho. Mi amigo la invitó a un lugar más retirado, donde pudieran hablar; le compró un trago, habló de viajes, y la llevó a un hotel. Hicieron el amor, dijo, y según él, había algo en ella, un detenerse repentino, un sollozo de placer, un bailoteo de su pelo, que le recordaba a Paula. la únca Paula.