viernes, 24 de agosto de 2007

Hierba.

Entonces no hago mucho esfuerzo y aparece en el Café La Americana la imagen del Café del Molino, cuarenta años antes, lleno de gente con sombrero, estamos hablando de cuarenta años antes de mi juventud. Y yo me alejo de lo tedioso con la imaginación, con la única herramienta intangible que me puede salvar. En el Molino me siento, y esto lo imagino desde la confitería La Americana donde tampoco estoy, porque en realidad estoy acá, cuarenta años después, en una oficina con órdenes de trabajo y jefes sumamente empresaios. ¿Qué sucede? Tomo asiento en El Molino, cada vez más lejos de la voz del patrón que dice mi nombre y enumera tareas, y en ese Café (dóblemente imaginario) pido un café y un churro, y voy a ver cómo está mi casa en el bosque. Ya casi la puedo ver, y con el tiempo y la práctica voy reproduciendo también el olfato. Albahaca, puedo olerla, aunque quizá no esté en el bosque sino más bien en una pizza que mi vecino de mesa se pidió en El Molino –de dudosa existencia- o bien en La Americana, donde tampoco estoy (o estoy a medias); y así llego a la conclusión de que no sé de dónde me llega ese olor a hierba tierna, aunque yo siempre prefiero pensar que todo eso está en mi bosque, que nadie conoce. Me adentro en el follaje, protegido por las plantas, y en un claro del bosque los rayos de luz se filtran entre las hojas. Llego a la hierba, que arranco sonoramente del suelo. La hierba tiene un olor rancio a naturaleza.

Huerta (continuación del Viaje).


Imagino, cuando el trabajo ya es insostenible, que paso largas horas en la confitería La Americana, que tomo lentos cafés con leche y medialunas, y que desde allí, en el corazón del barrio de Congreso, me creo que viajo, que voy a un lejano jardín donde la tierra está húmeda. En esa tierra, que trabajo con las manos, abro surcos donde dejo unas semillas para que crezcan. Pero allí no hay tiempo, ya que ese soñar despierto es a partir de otro sueño despierto (desde la Confitería La Americana), entonces no se entiende muy por qué desde la oficina –donde el trabajo apremia- yo imagino que desde el barrio de congreso imagino que en un jardín de tierras húmedas crecen semillas de frutales.

Viajes I.

Un proverbio chino –o quizá un simple delirio- sostiene lo siguiente: a mayores obligaciones laborales, mayor intensidad para imaginar viajes exóticos. Sucedió que en mi juventud trabajé mucho (mucho) y a medida que mis patrones me cargaban la espalda, yo imaginaba que le hacía un surco a un brazo del Amazonas. Entonces, a medida que los clientes de mi jefe (que enriquecían su bolsillo y apenas le hacían una cosquilla al mío) demandaban más horas de oficina, yo imaginaba la temperatura del agua, podía sentir el calor sobre las planchas de madera de mi embarcación, notaba que la transpiración bajaba en gotas de sal sobre mi boca.

Con el tiempo, estos lugares imaginarios se llenaron de plantas, árboles, animales salvajes; comencé a hacer una choza, en cuya construcción avanzaba cada vez que el tedio laboral me llevaba a mi viaje. La choza tuvo primero una estructura rústica de cañas, luego obtuvo un techo, una pequeña puerta, reservas de agua dulce del río, un lugar para dormir en la sombra fresca. Sucedía a menudo que la flora y fauna no tenía un correlato en el mundo de las ciencias, ya que los árboles reunían elementos de muchos árboles, los mamíferos se prestaban rasgos, e incluso los paisajes compartían atributos.

Construí así, tras largas horas de trabajo tedioso, paisajes alpinos con ríos amazónicos, sierras cordobesas (que apenas conozco) con desierto, llanura pampeana y playas caribeñas. Los animales claramente no existen en ningún mundo salvo en éste. Las aves tenían cara de vaca, los peces tenía a veces alas y a veces piernas, las víboras eran amigables y tocaban guitarras de caña.