viernes, 29 de febrero de 2008

Razones para recordar a los taxistas. (P.O.)

No encuentro un título apropiado para encabezar este texto, y sé muy bien que un buen título sirve de cobijo –techo- como para acurrucarse debajo y empezar a decir algunas cosas. En los últimos días conversé con muchos taxistas, alrededor de cinco. No quiero olvidarlos por varias razones.

Estos señores que entrevisté informalmente, sentado en el asiento de atrás, mirando por la ventana, me contaron de una u otra forma su manera de vivir. Para que este goce de relativa vitalidad es necesario que el lector sea cómplice y olvide el cliché de los taxis, del merodeo por Buenos Aires y sus barrios. Reconozco que a mi me seduce un poco el vagar por ahí en un automóvil conducido por un experto merodeador, y que pedir la supresión de un cliché es una imbecilidad ya que significa reconocerle un coeficiente de clichebilidad a determinados acontecimientos (en este caso el taxismo, el merodeo, etc.) Soy de esas personas que se emocionan sin razón cuando un taxista dice Canning en vez de Scalabrini Ortiz. Si alguien puede explicarme por qué pasa esto, se agradece.

Hay una diferencia generacional considerable entre los taxistas con los que hablé. Orlando, de sesenta y dos años, tiene dos hijos; Juan Carlos, de sesenta y tres, que me llevó desde un depósito de Retiro Norte hasta Palermo, maneja un taxi desde los veinte años, trabaja de noche porque es más tranquilo, y –como dice él- conoce y aprendió a disfrutar del oficio. Ese mismo día a la tarde me llevó un hombre de unos cuarenta años, pelado, anteojos de sol, que dijo que era escritor, había adaptado una obra de Bertold Brecht que montaron con mucho dinamismo en una sala de Boedo, planificaron una gira, finalmente el proyecto se vino abajo porque la actriz principal se vino arriba al recibir una oferta para una película. El señor –cómo se me escapó el nombre- talla madera, espera la aprobación de un crédito bancario para armar un taller de talladura de madera, ama las artes, es levemente seseoso y habla con lentitud. Ese mismo día, un poco antes, me llevó otro taxista cuyo nombre no recuerdo o no pregunté, creo que tenía el pelo teñido, me auxilió en la búsqueda de una ferretería, mucho más no recuerdo. Ahora se me mezclan las caras de un taxista y de un guardia de seguridad, pero el taxista que intento evocar existe, y mostraba un envidiable aire de tranquilidad. Quizá sea posible enriquecerse de estas historias callejeras, con los relatos de estos hombres que rastrillan la ciudad llevando gente. Un gran temor es que estas poéticas no sean poéticas sino sequías literarias y descripciones innecesarias. Es un buen temor, es un temor responsable.