martes, 29 de mayo de 2007

Virtudes Gastronómicas del Panadero Anarquista.

El Panadero Anarquista vende comida hecha. O bien, comenzar así: en la esquina de Céspedes y Ciudad de la Paz, habita un panadero anarquista. No profesa un anarquismo estrictamente ideológico o discursivo, sino más bien gastronómico. Financia su existencia con la venta de productos naturales, y cuando llega el mediodía sus clientes entran al frío local (en invierno ahorra gas, en verano escatima electricidad) para llevarse una breve porción de lentejas, albóndigas o ñoquis. Debidamente añejada –los platos no tienen menos de tres días en exhibición- el hombre distribuye su producción en una heladera de fiambrería que ilumina con luz de tubo. Para ahorrar energía, la enciende cuando entran clientes. La luz de tubo se suma a su anarquismo gastronómico, generando un efecto fatal: la comida compone un mosaico de colores ocres, abarcando el oscuro marrón de las lentejas hasta el particular color anaranjado que adoptan las calabazas (cortadas a la mitad) cuando son preparadas por las manos anarquistas del panadero.

El hombre cocina sano, pero sus platos contienen ese componente de miseria anímica que sólo él sabe brindar. Después de una milanesa de soja o una porción de tarta de acelga (adquirida en el local del panadero anarquista), la vida parece haber oscurecido. Algo que nos alegró en realidad no era para tanto. La sonrisa de Paula, el anfiteatro de su boca, ya no te pertenece. Con sus platos este hombre concede a su clientela un saber emanado de una experiencia de vida, durante la cual la barba ha crecido y se ha vuelto canosa el alma. Su voz aflautada acentúa su escondida desalegría.

En estos niveles de desalegría los individuos optan por desconocer su contexto o periferia, y se entregan a la idea de que son muy felices. Pero no es así. Sería imposible ser feliz y cocinar con tan poco aceite.