sábado, 26 de mayo de 2007

Sobre las dependencias del infierno (1961).

Introducción.
Esto sucedió hace un tiempo, en esa Buenos Aires que sigue existiendo, cada vez más escondida.

"El tema del infierno ha interesado a muchos escritores y dramaturgos, pero eso no anula mi necesidad de referirme a una dependencia del infierno que encontré, por casualidad, en la calle Carlos Calvo al 500.

Caminaba por una vereda sucia de escombros, y como sucede en el barrio de San Telmo, las luces amarillas de los bares y restoranes creaban un bonito cuadro por el que me gustaba andar como fugitivo. Y también la música, el murmullo de guitarras o de alguna voz no necesariamente afinada o prolija pero sí inmensamente bella. O al menos ese es el recuerdo que tengo de aquella noche en la que, por error, entré en el infierno.

¿Cómo me di cuenta que estaba en el infierno? Fue muy fácil. Interrumpí mi caminata justo frente a una puerta verde, por un cartel que me llamó la atención: “La Tentación de Adán ” y más pequeño, a modo de subtítulo: “entre y haga cumplir sus deseos”. Leí esto y pensé dos cosas: o se trataba de un restorán afrodisíaco –estafa que estuvo de moda en esa época- o bien era un prostíbulo sin intención de ocultarse. No pude soportar la intriga, y entré.

La puerta era pesada; tan pesada que tuve que echarle encima el peso de mi cuerpo e incluso empujar para vencer la inercia. Más tarde, cuando comprendí la historia, me resultó lógico. Tras el portal había un pasillo poco iluminado, con las paredes cuidadosamente pintadas de verde claro. El efecto de la luz y la falta de muebles daban la sensación de estar bajo el agua, en un profundo océano verde. Caminé en la única dirección posible: hacia adelante. El pasillo, por su parte, era largísimo. Mis pasos hacían un ruido seco. Cuando miré para atrás noté algo increíble: las luces habían cambiado de color; se habían intensificado y habían adquirido una tonalidad más azul; como si mis pasos por aquel pasillo mantuvieran una proporción con las profundidades de aquel océano por el que me sumergía.

Como el pasillo no parecía terminar, saqué las manos de los bolsillos, respiré hondo, y apuré el paso. Hacia delante sólo se veía una línea recta, en perspectiva, iluminada de la misma forma; hacia atrás, los colores se intensificaban y a la vez se oscurecían. Van a perder clientes, pensé, a nadie le gusta caminar tanto para sentarse a comer –si es que estuviere entrando a un restorán- y mucho menos para acostarse con una señorita de la noche si se tratara de una casa de burlesque. Justo en el momento en que perdí la paciencia y empezaba a preguntarme dónde me encontraba, delante de mí se abrió un espacio rectangular, similar a una sala de espera.

Había dos sillones enfrentados, negros, en cada una de las paredes. Justo frente al pasillo por el que venía, una puerta cerraba el camino. Era una puerta de vidrio. A la derecha había algo parecido a una barra, cerrada por una cortina bordó parecida a los clásicos telones de teatro. Títeres, pensé, tanto paseo para ver títeres. Me senté en el sillón de la derecha. La sala estaba vacía.

Esperé, como si alguien hubiera notado mi presencia y fueran a ofrecerme algo. Pasaron cinco minutos y nadie apareció. ¿Estaba en un bar, en un teatro, en un prostíbulo? El telón bordó se movió apenas; lo advertí y giré la cabeza para mirarlo de frente. Se abrió: del otro lado había una luz blanca muy fuerte, que impedía verle la cara a la mujer que estaba hablando. Sólo se le veía el rostro. Bienvenido, decía, aquí cumplirá todos sus deseos. No dijo nada más, y el pequeño escenario se cerró. Quedé sólo de nuevo, en el sillón negro, en el costado derecho de un recinto escondido en lo profundo –y la palabra es la correcta- en lo profundo del barrio de San Telmo.
Aún sospechaba que en cualquier momento vendría la dueña del lugar insertada en un vestido de lentejuelas y plumas a ofrecerme a alguna de sus trabajadoras. Imaginé tragos exóticos, una pequeña orquesta de jazz donde los músicos estarían disfrazados de dragones, y que finalmente, tras escoger a mi fugaz pareja, me encerraría en un cuartito amoblado con antigüedades.

No puedo explicar la epifanía, porque éstas simplemente no se explican. Experimenté, ya en la cama, que estaba en el Infierno. Una versión urbana, opaca y húmeda como esa época del año. Abrupto, me levanté del lecho, me puse los pantalones y me fui. La mujer intentó disuadirme, hablándome en un extraño idioma con una voz particular y poco humana. Confirmé mi hipótesis, busqué la puerta tras e largo pasillo, y salí a Carlos Calvo al 500. Después de cuatro cuadras noté cierta incomodidad al caminar. Había olvidado los calzoncillos en el Infierno."