martes, 15 de mayo de 2007

Introducción a las Instrucciones para emplear la palabra “impregnar” en contextos poéticos.

Este texto intentará impregnarse a sí mismo del sentido que se desprende (por desprendimiento) de la palabra impregnar. En cierto momento, eso que son las palabras, adquieren consistencias más o menos fluidas, más o menos sólidas, más o menos pastosas. Tal es así que aún pareciendo seria o solemne, la palabra impregnar lentamente cede al derretimiento palabril, a fundirse en el tibio candor del concepto, para finalmente hacer lo que vino a hacer al mundo literario: impregnar. La paradoja es que por sí sola, impregnar no impregna, sino que necesita de ese calorcito que brindan los contextos semánticos para derretirse y finalmente, impregnar. No sería difícil vincular este argumento a algún semiólogo (¿francés?) que sostenga que el valor de los signos está dado por el contexto, i.e. la interacción, y no por sí mismos. Pero citar autores en este breve Manual de Instrucciones sería, por lo menos, indeseable.

La última aclaración que me permito hacer (además de la meta-aclaración, la de aclarar que aclaro) tiene que ver con la voluntad de usar las palabras por el placer que provocan con sus inesperadas transformaciones. Cómo de pronto, por ejemplo, una ciudad o una mirada, una milanesa o un libro se impregnan de un significado, cobran un sentido, cambian sustancialmente.

Otra aclaración que me permito es que jugar armar sentido como se arma un postre o un lechón es igual de noble que usar palabras en contextos menos lúdicos, i.e. medicina, jurisprudencia, teoría, filosofía.
El sentido puede construirse. Con estas cositas que revolotean como ajíes y exclaman como pomelos se puede acuñar sentido. Acuñar, la palabra, refiere a algo, lleva a una idea de acuñamiento, a una idea acuñil, una cuña. Déjese llevar del brazo o de la cintura por los azarosos caminitos.