miércoles, 18 de enero de 2012

El Pianista.


Baja las escaleras un hombre de mediana estatura, barbudo y delgado. Por la confianza con que saluda al Dueño no parece exagerado suponer que se trata de un viejo amigo. Incluso de un viejo cliente. De todas maneras, nadie parece haberlo visto antes.

El hombre baja al Sótano durante un interludio del espectáculo de las Bailadoras. Se sienta directamente en la barra, y con una seña indica al Dueño que va a tomar lo mismo de siempre. Éste le acerca un whisky con dos hielos y un pequeño sifón azul.

*

La aparición del hombre desconocido lleva a que los Parroquianos giren sus cuellos y reacomoden sus sillas para mejorar el ángulo de escrutinio. Su timidez no les impide convertirse en una manga de curiosos.

El asombro crece cuando el desconocido se pone de pie y camina hacia el rincón que está detrás del escenario, a la derecha de la escalera. Lleva en su mano el vaso de whisky y el sifón. Es tal el silencio que hacen los demás que se oyen los pasos crujientes y el tintineo metálico de los hielos.

El hombre encuentra un asiento bajo. Un banquito circular que hace girar hasta encontrar la altura adecuada. Después levanta la tapa y descubre las teclas al correr el paño verde con bordados que indican la marca del instrumento.

Nadie hasta ese momento había reconocido que aquel mueble disimulado por la oscuridad era un piano.

*

Las teclas están envejecidas. Las recubre un velo acaramelado. El sifón azul está apoyado en la parte superior del piano. El vaso de whisky está a la derecha del pianista, a mano, más allá de las teclas agudas.

*

No ha empezado a tocar y ya los Parroquianos temen que el piano recién descubierto esté desafinado. Una vez más la sorpresa les cierra la boca. El pianista prueba los primeros acordes. Los deja sonar, como si estuviera reconociendo un viejo instrumento que no toca hace mucho. El resto, incluidos los Advenedizos, callan y esperan.

La marca del piano es alemana.

*

El pianista larga un bolero. La música llega a todos los rincones del lugar, que tampoco es demasiado grande. El bolero es soberbio, pero deja la horrible sensación de que no hay nadie para cantarlo.

*

Hay ciertas músicas hechas para obtener el perdón. El pianista se da cuenta de las noches exactas en las que en necesario sentarse al piano para interpretarlas. Pueden ser boleros, o algún blues arrastrado. Quizá algún tango, aunque los presentes en general prefieren una música más ajena.

*

La sensación que produce es simplemente esa. La redención. Mientras está sentado al piano, Los Parroquianos saben que dura esta suerte de tregua.

*

Todo se destartala con implacable realismo cuando deja de sonar la última nota. Vuelven a oírse los sonidos de personas que se reacomodan en sus asientos, copas que se alzan o se apoyan, pasos lentos. Conversaciones pausadas, casi inaudibles, como si no se animaran a reemplazar a la música que acaba de irse.

*

El pianista se ganó el respeto de todos a fuerza de esta precisión que le permite saber cuándo ponerse de pie, encarar hacia el piano, y ponerse a tocar. Lo acompañan el vaso de whisky y el sifón, que apoya al lado de la última tecla sucia de la derecha.