miércoles, 4 de abril de 2007

Conversaciones con Morelia

1965

Morelia: ¿Vamos a San Telmo, Atilio?
Atilio: Con todo gusto.
M: ¿Le parece este fin de semana?
A: Fantástico.

Sábado a la tarde.

Atilio: Buenas tarde, pensaba pasarla a buscar en un rato.
Morelia: ¿Para ir a San Telmo?
A: Exacto.
M: ¿Sabe qué? Mejor voy con mi tía. No le molesta, ¿no?
A: Faltaba más.

1966

Morelia: ¿Qué piensa de las mujeres, Atilio?
Atilio: Que son buenas y puras.
M: ¿De verdad?
A: No.

1968

Morelia: ¿Usted me ama, Atilio?
Atilio: Ahora no.
M: Pero me amó…
A: Claro.
M: ¿Y qué se sentía cuando me amaba?
A: Un prolongado cólico estomacal.

Pluralidad de las Paulas

Me animo a esta sacrílega interpretación de Borges. Si Paula es todas las Paulas que se extienden en el tiempo, existirían tantas Paulas como subdivisiones de tiempo posibles. Para facilitar el razonamiento, supongamos que dividimos el tiempo en sesenta segundos por minuto (sesenta minutos por hora, etc); entonces habría sesenta Paulas diferentes por hora, lo que es bastante. De esta manera, la Paula que me miró tomar un café sobre Sarmiento una tarde lluviosa es esencialmente distinta a la que caminó hacia el Río para ver a la Reina, o la que posiblemente ahora esté en algún escritorio o esquina, entregada a la mutación infatigable de ser una Paula diferente a cada momento.

El razonamiento me lleva a pensar que es ridículo decir que efectivamente conocí a Paula, cuando Paula es en realidad todas las Paulas, es decir, una única Paula modificada por la variable tiempo. La Paula de ayer no será jamás la Paula de hoy. La Paula de hace unos momentos no será nunca la Paula actual, o la posible Paula futura.

Me pregunto dónde podré ir a buscar a la Paula de hace unos pocos días –y aquellas Paulas anteriores- tan distintas a las Paulas que siguieron a su brutal emigración. Me pregunto, en todo caso, si eso es posible. La respuesta es evidente. Jamás se podrá volver a coincidir de esa manera, porque las coincidencias son tan irrepetibles como las personas que se modifican con el tiempo. Si esencialmente somos distintos a cada momento, es quizá estúpido intentar reconstruir una coincidencia como la que hubo entre alguna Paula –ahora difusa y lejana- y algún Álvarez Gómez, pasado e inasible.

De lo que estoy seguro es que por momentos hubo una Paula que coincidía con Álvarez Gómez, y que esa coincidencia fue tan fortuita como milagrosa. Intentar reproducir las condiciones de la coincidencia entre Paulas y Gómez es tan ridículo como pretender que cuando Paula (alguna Paula) reaparezca, sea remotamente parecida a la que hace sólo pocos días coincidía con algunos Álvarez Gómez sucesivos.

Taller de Indiferencia

De la mano de Atilio Fuentes, El Centro de Estudios Siniestros (CES) abrió en 1965 su Espacio de Actividades. La que inauguró el corto y próspero ciclo fue el Taller de Indiferencia, coordinado por el Poeta de Tigre. Su fiel servidor, Álvarez Gómez, lo ayudó a acomodar las sillas.

Numerosos traspiés amorosos hicieron de Atilio un erudito en temas de pareja. Además, habiendo emprendido ya hacía algún tiempo su viaje literario, Atilio había cobrado una elegancia mística que despertaba interés en sus conocidos. Todos, incluido yo, venían a pedirle consejos a él, que él daba fumando tranquilo con la vista clavada en el horizonte. Para estos temas siempre es bueno mirar líneas horizontales, decía, y aquello parecía irrefutable.

El Taller de indiferencia surgió de un boceto que Atilio escribió en un bar de la calle Libertad, la noche que conoció a Morelia. El desencanto con las mujeres puede ser profundamente poético, decía él, sólo hay que saber aprovecharlo. La mayoría de los mortales, incluido yo, no logran notar los beneficios del desencanto, y en vez se estrellan una y otra vez con los mismos obstáculos, más o menos diluidos en vino.

A partir de esa noche epifánica, Atilio fue intachable con las mujeres. Se prometió mantener una relación tan distante que fuera imposible que una mujer le provocara malestar. Tengo que decir que lo logró, y que en adelante tuvo el amor de muchas mujeres que se acercaban a él como desde una orilla lejana. En ese contexto hizo real el boceto del Taller de Indiferencia.

Acompañé a Atilio a una feria Americana, donde compró doce sillas de madera. Un talabartero amigo les instaló un cinturón con un candado. Los primeros participantes del Taller se sorprendieron de su efectividad. La actividad era ante todo pasiva. Los ingresantes tomaban asiento en las sillas, eran debidamente atados y supervisados por Atilio (quién se quedaba con las llaves de los candados) y en una pantalla en el frente de la habitación se proyectaban películas de Francois Truffaut donde se enfatizara la soberbia naturaleza de las mujeres. El objetivo principal era impedir que los participantes telefonearan a las mujeres que les habían roto el alma con un portazo. Se pagaba por día y tengo el recuerdo de que la comida era buena. Los participantes sólo se levantaban para ir al baño, y eran acompañados por Atilio, quien en el trayecto les hacía unas breves preguntas irrelevantes. Podían quedarse todo el tiempo necesario, aunque Atilio afirmaba –basándose en los preciso estudios del CES- que menos de una semana de indiferencia no servía para nada.

Para poder interrumpir el taller los alumnos debían entrevistarse en forma privada con Atilio, y convencerlo de que era imperativo ponerse en comunicación con tal o cual mujer. O bien prometerle que el alumno estaba en condiciones de mantener la indiferencia sin la asistencia del Taller. En general, lo alumnos que finalizaban el curso mínimo de una semana salían corriendo al teléfono público de la esquina. Al notar esto, Atilio lo destruyó con un bate de madera, quizá pensando en Morelia.