lunes, 30 de abril de 2007

Acotación sobre el texto anterior

Y como escribir es una especie de rebote de goma, una aleteo palomil, apenas aparece esa voluntad exquisita y esquiva no quedan opciones. Allí, en ese momento providencial y oculto, hay que anotar. Anotar es como pasar un lampazo, es igual que desengrasar una sartén; con la diferencia que más adelante se pueden leer esas anotaciones, que tienen alguna permanencia. La vida literaria entendida como un mundo privado, un jardín cuidado donde vivir sin problema, es algo bello. La sensación más placentera y quieta, algo irracional y magnífico que a veces existe y otras desexiste. Entonces escribir es ante todo pluma, garra de ave, rapiña, papeleo y observación, un dejo de observador clínico, cínico, amable o irrespetuoso. Y la sensación, así como llega, se retira implacable, corriendo como lagartijas espantadas. Y es completamente absurdo ir detrás de ellas. Esa es la sensación que nos puede abandonar por apoyar mal un vaso en una mesa, por cruzar un poste de luz por la derecha o la izquierda (dependiendo de la supertición), o por no sumar los números de un boleto de subte. Y si eso se va, entonces ojalá que haya buenos textos escritos en el pasado para exclamar con placer, diciendo "esto es lo que he perdido, éste el jardín que se me fue", y volver momentáneamente al rugoso laberinto de mi literatura privada, ajena al resto, hermética y bonita, pajaril y fresca.

Vociferaciones Atílicas

Atilio decía más o menos esto. No escribir a menos que exista una razón fundamental. No escribir porque es lindo o entretenido, o porque hay lectores, o por alguna obligación impuesta. Antes todo, decía Atilio, escribir es manifestarse, y a no ser que fuera imperativo o necesario, recomienda no manifestar demasiado. Lo considera soberbio: ¿por qué alguien debería decir algo siempre? ¿Con qué tupé una persona se arroga la labor de interpretar y escupir esa interpretación a los demás. No a la demagogia de gargajo. No a la escupida sintáctica. Atilio pasó muchos años de silencio, abocado a la no escritura de sus ideas, a la maduración, a la calma. Escribir es anárquico y anarquizante. Escribir enloquece, aturde. Obnubila. No siempre hay que escribir. Eso dijo Atilio, eso le entendí después de muchos años de amistad y de camino juntos.
La diferencia entre él y yo es que en mis momentos de confusión he seguido escribiendo, dando a luz a las peores masacres literarias. Mientras él, cuando perdía el rumbo, cebaba mate tranquilo. Allí radica la diferencia entre él, Poeta de Tigre, y yo, su servidor, Álvarez Gómez.

viernes, 27 de abril de 2007

Relatos Hipocondríacos

Confieso que cuando Atilio mencionaba fantasías apocalípticas yo temblaba como una hoja. En sucesivos brotes paranoicos temía caer gravemente enfermo e ir muriendo de a poco, a lo largo de los años, con aquella hipotética enfermedad que le impedía creer en una existencia más liviana, menos real, no tan molecular.

En estos ataques de conciencia animal, Atilio reventaba de ideas temibles. Intentaba adivinar, a cada acto, su contraparte orgánica. Todos sus movimientos se volvieron procesos, resultados, consecuencias neurológicas. Sus estados de ánimo se tradujeron en poderosas ecuaciones, entreveros de sustancias químicas que producían alegría, deshonor, apuro, nervios. Incluso amor, delirios poéticos, amabilidad. Era terrible.

La segunda confesión es que quizá estos temores orgánicos (no sé cómo llamarlos) fueran solo míos, y no tanto del poeta de Tigre. Él hacía elaboraciones conceptuales, yo moría en el terror. Él vociferaba epifanías, yo me encerraba en el baño, descompuesto, con la horrible certeza animal de que ante todo, somos cuerpos cumpliendo funciones vitales.

No puedo soportar la idea de un paso únicamente biológico por la vida.

jueves, 26 de abril de 2007

Implacabilidad del Olvido.

Como individuos históricos, somos ante todo memoria. Esto quiere decir que construimos nuestra visión de mundo en base a lo que recordamos que vivimos, que hemos leído, debatido e interpretado. La realidad como construcción discursiva, como procesamiento conceptual, es ante todo memoria: acumulación de imágenes modificadas a cada relectura.

Una mañana Atilio comenzó a decir que olvidaba, que no recordaba de qué trataban los libros que había leído, que no entendía más a Marx, no recordaba bien el perfil de una mujer que conoció en un colectivo. No se trataba de un olvido patológico, i.e. amnesia. Era un olvido imperceptible. Así fue que Atilio afirmó que había olvidado Economía y Sociedad (los pocos capítulos que leyó), que olvidó Platón, Aristóteles, la cátedra de Principios de Filosofía, olvidó Arlt, olvidó de qué trataba Los Siete Locos, las novelas de Balzac (que no leí), algunos pasajes magistrales de Dostoyevski. Y decía que olvidarse de todo era lo mismo que aceptar que de apoco uno se va muriendo. Que la vida no es plenamente vital hasta el momento de muerte (cuando la vitalidad sucumbe), sino que -según esta idea- la vitalidad se va perdiendo poco a poco. A cada rato.

Para Atilio, olvidar era trágico. La transfiguración de un recuerdo, el alejamiento de aquella imagen que una vez fue cristalina (un pasaje de una novela, un personaje de Chesterton, la boca de una mujer), representaba la muerte. ¿Hace falta aclarar que pienso como él?

De esto extraje algunas conclusiones. Olvidar una mujer es asentir con un guiño su muerte. Aquella que amé, no está. Olvidar un buen pasaje de una novela, olvidar la intensidad que produce amar una ficción; poder prescindir de aquello sin ningún sufrimiento, eso es haber muerto.

miércoles, 25 de abril de 2007

Pauliásis

1954

Alvarez Gómez: ¿Paula?
Paula: No.

1957

AG: ¿Paula?
P: No.

1963

AG: ¿Paula?
P: Qué.
AG: Le parece si…
P: No.

1971

AG: ¿Paula?
P: No, gracias.

1976

AG: ¿Paula?
P: Qué.
AG: En estos tiempos…
P: No.

1983

AG: ¿Le parece si…?
P: No.
AG: Pero…la democracia…la primavera…
P: Gómez, no se confunda.

martes, 24 de abril de 2007

Noche Tecla.

Esto no se va a entender, pero voy a decir higo maduro y granada alborotada. Voy a decir que crucé la calle tecla del Libertador, que esquivé un camión tecla tecla tecla, subí las escalera y vi que Paula tenía puesta un tecla tecla colcor tecla. Esperé, el salón estaba lleno de Paulas, la gente comía con ruido, mientras un señor habló sobre la Corte Suprema de Justicia de la Nación, yo me apoyé tecla tecla contra una pared, obtuve vino en una copa, la vacié en tres tragos y pensé: tecla tecla tecla. El hombre ofrecía un lento discurso, tecla tecla tecla sobre Ulises y su atadura para no tentarse con la tecla tecla de sirenas alucinatorias, la metáfora con la Constitución tecla Argentina, el comentario de los oyentes que comían lechuga adobada, "qué buena comparación entre tecla tecla tecla y Ulises." Yo, Alvarez Gómez, esperé el efecto tardío del vino. Miré con atención, el salón amplio, la gente tecla, los trajes y los vestidos tecla. Todo muy tecla, muy prolijo.
Los pasos se escuchaban en la noche tecla porque mis zapatos. La vereda vacía parió un Ministerio gris, un policía, o bien el edificio de la cancillería. Doblar la esquina parió el avistaje de Suipacha y el recuerdo de haber hecho el amor en un piso tecla, con una mujer que se acostaba conmigo más por tecla que otra cosa. Recuerdo, o bien podría decir que tecla, que desde el balcón o incluso desde la cama tirada en el piso se veía el cartel del Hotel Tecla de Buenos Aires, situado en Retiro, a pocas cuadras de donde caminé en la noche quieta.
Los tacos de mis zapatos, tecla tecla sobre la vereda solitaria. Finalmente, la horrible certeza: Paula, Paula, Paula. Tecla, tecla tecla.

domingo, 22 de abril de 2007

Sábado Olvidado.

Recuerdo que en una época en Buenos Aires empezó a llover mucho. Para qué te voy a mentir, Atilio, si vos y yo sabemos que no se trata de la lluvia sino más bien de una particular esquina lluviosa, de la corrida hasta Santa Fe para tomar un taxi, del acomodarse en el interior del vehículo, la cara del conductor que entre sueños preguntó con las cejas la dirección. No es un relato sobre la lluvia, sino más bien sobre la luz verde del semáforo untada sobre el pavimento, las imágenes de los negocios estirándose en rachas, los otros pocos autos que a esa hora circulan, erráticos, por una ciudad dormida.

Y si te digo que esa noche de sábado fue única estaría faltando a la verdad. Como dije en otro momento, los días tienen a promediarse en un único día, en un gran sábado de abril que rememora mal o bien todos los anteriores, perdidos o dejados atrás. Qué tiempo cruel, cómo puede ser que lo bueno siempre se va. Y así como vamos dejando atrás los días, el taxi iba olvidando los restos de Santa Fe, cruzó y olvidó Pueyredón, olvidó 9 de Julio, el obelisco anónimo a las seis de la mañana, la avenida Belgrano, se internó en San Telmo y lo fue olvidando metro a metro. Hasta que yo y una mujer que no era Paula nos bajamos, cubriéndonos de la lluvia con los abrigos, chapoteando entre basura y adoquín, buscando las llaves en su cartera y encontrando resguardo bajo una marquesina antigua.

Yo prefiero atribuírselo a San Telmo que al azar. Además, suena más pintoresco. Ella abrió la puerta alta y de madera, entramos por un pasillo que fuimos olvidando hasta un segundo piso por la escalera. Había un patio, si mal no recuerdo, que olvidamos en seguida. Su departamento, que ya olvidé, tenía una pequeña cocina y una sala de estar con un sillón viejo, de cuero o algo así, y una mesa que en seguida ocuparon una botella y dos copas. Nos olvidamos del vino, nos olvidamos de Miles Davis y la trompeta que grabó una tarde en de domingo (quizá tan opaca como ésta), nos olvidamos de Roberto Goyeneche y de cómo ella, cuyo nombre olvidé, bailaba tango en una plaza de Belgrano todos los domingos, y esa noche de sábado me ofrecía la primicia de verla bailar en el living de su casa.

Para empezar, sus pasos clavándose en el mármol al compás de un tango arrastrado, envinado y un poco violeta. Ella, esa noche, bailaba para mí, y como si fuera poco, fue olvidándose también de su ropa que caía con la comodidad de la tela, una sobre otra quedando así, olvidada en los rincones o entre las patas de la mesa. Entonces ella dio dos o tres pasos en dirección al sillón, donde su espectador la miraba olvidando, copa de vino en la mano, y como ella entendía que todo se olvida, también olvidó. Olvidó seis pasos, olvidó mi saco y mi camisa, olvidó mis zapatos y mi ropa, y sin que ninguno de los dos recordara demasiado nos fuimos hundiendo en el sillón viejo.

El amanecer, los huevos revueltos con panceta, el fondo de vino tinto en la botella que descubrí al pie de una cama grande y ajena. Un balcón con helechos -que le atribuyo más a San Telmo que al gusto personal de esta mujer- el murmullo de una radio que habríamos dejado encendida. El cuerpo de mujer envuelto, mis ojos bien abiertos, pensando que la juventud se va a cada amanecer, a cada fondo de vino, a cada paso olvidado. Y para no amanecer un domingo con un ánimo milonguero –propio de San Telmo y no mío- decidí olvidar mis pensamientos y girar en dirección a una mujer que no es Paula, que esa noche no amé porque había olvidado cómo, mientras ella yacía dormida o adormecida, pensando o quizá olvidandose de los pasos y del vino, del joven Goyeneche con Trolio, de su pollera negra y la lluvia; o bien intentando acordarse del nombre del dueño del brazo que en ese momento esboza una caricia escondida en el silencio del amanecer, pero que está ahí, acariciando, como si a pesar de la voluntad de olvidarlo todo fuera imposible eliminar ese gesto mínimo de acariciar una mujer dormida. Y ella reflexiona o tal vez olvida, ella está a punto de despertar o de caer en un sueño aún más profundo. Pero entre tanto se deja acariciar porque el tango había sonado tan bien la noche anterior, porque el taxi se fue olvidando una a una las esquinas hasta su casa, y entre tanto se adormece un poco más, mientras se deja perder con el vaivén de una caricia extraña.

Y la mano acaricia olvidando aquella cara mientras ella olvida la tibieza de su tacto.

jueves, 19 de abril de 2007

Nociones Apocalípticas

Alguna tarde se puede nublar así a pesar de la hora, pueden aflorar relámpagos y el cielo se puede oscurecer. Sucede que el hombre mira al cielo con temor como lo habrá hecho en un momento primitivo –pre-lenguaje, i.e. pre-histórico (entendiendo la historia como la lectura del hombre de sí mismo)- y se pega un susto tremendo. Y no ha tu tía. Porque el cielo se ha ennegrecido, porque mejor (en lo materialmente posible) estar adentro, encender la televisión y arroparse; calentar agua y esperar, porque nadie quiere que la tormenta trascienda el fenómeno meteorológico y se convierta en terror puro, en terror no interpretado (no me diado por el lenguaje), y que ese terror sea acontecimiento. Miedo concreto. Entonces, en estos momentos (como esta tarde), mucho mejor ser humano y estar mediado por la razón y el lenguaje. Porque de esta manera, esta tormenta tremenda no es más que una buena excusa para ver cine o leer un libro, en vez de constituir un miedo ancestral que fuera capaz de forjar mitos sobre dioses, el Bien y el Mal.

miércoles, 18 de abril de 2007

Materialidad de la Palabra

Más allá de la discusión con Atilio y de las diversas argumentaciones, yo postulo y afirmo la materialidad de la palabra. Me refugio en escribir, me resguardo, es un remedio no romántico sino fisológico. Esto no me pasa a mí, le pasa a los millones y millones que escriben para vaciarse, porque han nacido con la necesidad de exclamar. Entonces, ante todo, ésta proclama: no existe Paula, sino su evocación; no existe caminar por una avenida, sino haber caminado; no existe el plato de comida caliente en familia, sólo su tardía evocación. Como dijo John Lennon (de una u otra manera), los acontecimientos nos pasan por al lado. Nosotros sólo podemos intentar frenarlos. Todo líquido -como es el Tiempo- se seca, se escurre o se evapora. Pero eso sí: podemos evocarlo. Allí el poder tremendo, el vaso de vino en la mano, la crónica de lo que pasó.

martes, 17 de abril de 2007

Síntesis de la milanesa (II de III) 1971

En primer lugar, me cuesta decir que escribo, me cuesta reconocer que una de las cosas que hago durante el día –lo que para muchos es la jornada laboral- es escribir. No quiere decir que no tenga o haya tenido un trabajo entendido como lo que es: un lugar donde uno desarrolla una actividad y es remunerado por ella. Me refería a algo mucho más simple: soy una persona que en determinado momento de día se inclina sobre una mesa arriba de un papel, o teclea en una máquina de escribir. Este íntimo acto es muy significativo. En primer lugar –al menos en mi caso- se trata de una actividad reflexiva, y lo digo en el sentido estricto de la palabra; soy alguien que frecuenta el hábito de reflexionar, y esa actividad sí que es ambigua. La reflexión, pienso a veces, está sobrevaluada. Sentarse a reflexionar, como estoy haciendo precisamente ahora, en este rincón de Congreso, puede ser en verdad algo muy penoso. Muchas veces lo que hay para ver no son más que decepciones; no sólo mías, de todo el mundo. La reflexión me lleva a encontrar una especie de diagrama, de maldita repetición, la horrible certeza de que las cosas se suceden sin demasiado sobresalto. Noción que nunca hubiera descubierto de haber evitado esta práctica oculta que implica sentarse en una silla de un bar y mirar alrededor. Porque reflexionar es mirar alrededor. No se necesita más que ojos y una mínima capacidad para hilvanar ideas, y a veces ni siquiera eso.

Respuesta a un Pedido*

*"Pedido", publicado por Luciana en www.chupateestasmandarinas.blogspot.com

A pedido de una lectora que imagino febril y tanguera me puse a revisar los antiguos textos de Paula y Tulio, que más que antiguos intentan ser atemporales. Considero que escribir algo atemporal es demasiado ambicioso y hasta arrogante, pero es la única forma en que imagino que estas dos personas pueden cruzarse en este tremendo lapso, i.e. en esta vida.

Prefiero que sea una casualidad que esta mujer, a la que imagino cruzando una calle mojada –abrazada a un hombre-, haya relatado justo como yo imaginaba a Tulio y a Paula, o bien caminando por Buenos Aires o por una playa que no vi nunca.

Entonces una febril lectora que pasaba por acá hizo sus propios dibujos y yo me enchastré de una historia ajena, tan ajena que podría ser la historia de Paula y Tulio, desencontrados y amándose por teléfono público, inevitablemente separados –a veces por la geografía, otras por algo mucho peor: el tiempo. Y lo que me lleva a escribir este enchastre propio es que imaginé el cuarto y la cama, la sábana fija como mármoles esculpidos, el perro del vecino y un desayuno apurado; imaginé un paso de baile y una pose tanguera que descoloca los ojos; un vestido, una tela que no sentí, el peso de otra mano, una mano nueva y aún (como todo esto) imaginada. Y haberla leído, haberme ensuciado con los charcos de Corrientes o Córdoba, haber pensado que quizá también para ella estuvo lloviendo, que para ella (una lectora) también de repente anocheció y quizá mejor no dormirse solo, total siempre que amanece las cosas se pueden arreglar.

No puedo revolver más que esto, que es lo primero que ni siquiera se me cruza por la cabeza, que ya está en las manos con las que escribo la cara y las manos, escribo la cocina de esa casa donde vive una mujer que conoció a Paula y a Tulio, y que entre sus propias mancha, leyó esa historia y se lamentó como sólo se lamentan algunos cuando está lloviendo y aparece Junio en todo su atroz esplendor. Usted, mujer de gran pasión, dejó una carta que me alucinó de ficción, y no puedo menos que contestarle de esta manera amorfa y desarticulada. La pureza del desorden, del apuro, del riacho barroso que arrastra lo que hay en el camino y es ante todo un clima, una intensidad, una fuerza poco sutil. Poco serena. Sus palabras me quitaron de la serenidad y me llevaron a pensar en Paula, a amar a Paula aunque ella esté del otro lado (de la tribuna, del Atlántico, del teléfono), y no sé cómo agradecerle el gesto que yo tomo como una bendición anónima, de esas que creí que no existían más por estos tiempos.

Y esta mujer que sólo puedo imaginar habla como si la vida en Buenos Aires (la vida de todos) perteneciera a la Tremenda Crónica, a un Tremendo Diario que se va componiendo de los diarios de quienes intentan relatar su pequeña porción de vida, el Diario que se queda con las noches y las tardes, con los bancos de las plazas y las caminatas, con las librerías y los insultos en una esquina. Y quizá sea posible que el Tremendo Diario devuelva lo que se lleva. Pero para eso, según entiendo yo, hay que tener la valentía y la voluntad de la evocación. Y eso, querida Luciana, no es poca cosa. ¿verdad?

lunes, 16 de abril de 2007

Intercambiabilidad de los días.

Cuando ya se tienen algunos años es posible identificar, a grandes rasgos, distintos tipos de domingos. Si uno tiene buena memoria (y ha nacido para la nostalgia) se preguntará qué pasaría si el domingo corriente pudiera ser sustituido por uno de antaño. El experimento duraría sólo veinticuatro horas; después, todo continuaría su curso. Entonces en vez de un River-Boca -poco interesante para mí- habría un amanecer en tu cama; en vez de la pasiva contemplación, las cinco cuadras hasta el cine de siempre; y sobre todo, en vez de una evocación simbólica, tu evocación concreta, tu tacto o mi tacto, el peso físico de tu mano real en vez de rememorar una caricia.

Atilio interpreta todo esto como una enfermedad crónica, como un terrible apego al tiempo pasado por su condición de inaccesible. Advierte en mi nostalgia un procedimiento caprichoso e infantil. Yo entiendo su punto, y lo hemos discutido mil veces. Sin embargo considero inútil evadir la manifestación de un recuerdo que puede convertirse en algo tan concreto como este desparramo de lunes en un rincón de Belgrano.

Sueño con intercambiar un día de la vida corriente por otro pasado, de mi juventud, cuando aún la piel se mantenía con firmeza sobre mi cara –una cara de muchacho joven que mira al mundo con ojos entornados. Y así volver a aquel desayuno que pudimos olvidar pero que mi memoria me regala, aunque hoy esté en Belgrano, aunque hoy sea un lunes que olvidaré, aunque evoque el pasado. Pero estoy tan convencido de que estamos hechos sólo de memoria, esa materia leve, que no me preocupa pensar, durante esta mañana (aunque ya son las dos de la tarde), en mañanas anteriores. Mi lectura del tiempo actual es una lectura en presente del pasado. Es lo único que puedo hacer durante el misterioso lapso vital que nos fue entregado, sin preguntar, sobre los brazos. Invito a la mortificante posibilidad de que este momento, fuera intercambiado por otro anterior.

sábado, 14 de abril de 2007

Síntesis de la Milanesa (I de III) 1971

Algunas situaciones de la vida me obligan a darme cuenta que no soy escritor, que estoy muy lejos de serlo, por una sola y triste razón: el escritor puede reproducir un contexto literario, poblarlo, ponerle árboles y música, hacer que en esas veredas -rotas- caminen mujeres morochas en pollera, puede hacer que los helechos cuelguen de los balcones del Barrio Chino como si escaparan, que en los zaguanes de San Telmo haya otras mujeres hermosas esperando a que alguien les abra la puerta, etc. Todo eso sucede en la mente de los escritores, y en virtud de su oficio -el arduo oficio de la escritura- pueden volcarlo al papel en cualquier momento de la jornada. Yo en cambio, escribo cuando escribo, como reaccionando a unas incontenibles ganas de mear palabras y frases, a veces incoherentes. Esto, que puede parecerse a la espontaneidad -sobrevaluada en el ámbito literario- en realidad no lo es. Es una imposibilidad, ya que sin esas ganas no hay palabra que pueda poner sobre un papel sin creer que es una palabra inútil, equivocada, y sin razón de ser. Porque muchas veces pienso que la palabra es palabra cuando cuenta cosas, y no por sí misma -salvo, quizá, en lo que llamé literatura del gorgoteo, pero que de todas formas constituye una visión de la literatura demasiado incipiente como para ser considerada seriamente. Escribo, entonces, de la misma manera que orino, con la misma desprolijidad, con la misma intimidad y encierro que sólo ocurre en el baño, y sólo pocas veces con el mismo grato placer de sacarme algo de encima. No puedo asegurar que lo que me quito sean toxinas, porque a veces los pensamientos que escribo no son tóxicos -no llegan a eso- sino que son meros pensamientos, simples elaboraciones que revelan un esfuerzo mental sobre algo, sin que eso sea garantía de nada. Entonces me encuentro así, muchas veces me encuentro a la espera de las gloriosas ganas de mear, de mear mucho y mear algo que valga la pena.

viernes, 13 de abril de 2007

Sobre las fotografías de Paula

Si usted ha amado mucho a una mujer que ya no lo acompaña, deberá cuidarse de no hacer ciertas cosas. Estos consejos son una breve recopilación de los sabios dichos de Atilio, recogidos a lo largo de los años, las tardes y las historias.

El primer consejo es fotográfico. No habrá problemas mayores si usted contempla fotografías del pasado. La explicación es ontológica: una foto del pasado remite a los tiempos más o menos felices en que usted y la mujer…ya sabe. Lo que está prohibido por Atilio –y yo puedo atestiguar- es observar fotografías nuevas. ¿Por qué? Porque como ha dicho el francés Roland Barthés, el encanto fotográfico es tan potente que lleva a sentir que esto ha sido (ca á été, con el firulete en el la parte inferior de la letra cé). Entonces, una fotografía de una Paula que luce una renovada alegría de soltera, que vive feliz ahora que no está junto a usted, constituye un peligro incalculable. Y si la fotografía la muestra acompañada de algún bacán que la abraza con ternura, entonces usted corre peligro. Pero ni lo mencionemos.

No sé cuál era el segundo consejo. Acabo de olvidarlo.

Papel

Me creí muy original cuando argumentaba (contra nadie), que escribir era esencialmente lo mismo que pasar un lampazo en un andén de subte. Se trata de una ocupación, un oficio como ser carpintero o piloto, aunque es muy cierto que los carpinteros hacen muebles, los pilotos trasladan personas por el aire, y los escritores hacen libros. La originalidad es una trampa mortal. Arlt ya lo había dicho mucho tiempo antes. Sobre todo cuando sostuvo que hacer mesas o conducir camiones es más útil que hacer acotaciones en un libro. Escribir por escribir, jamás. Escribir porque sí, jamás. Eso es papel.

jueves, 12 de abril de 2007

Plenitudes

Durante no poco tiempo –y Atilio puede atestiguar- creí que escribiendo podría alcanzar a Paula. Que con una frase bien puesta (que suene a contrabajo, como dije en otro artículo), sería posible generar un encuentro. Y esa es una idea que Atilio considera estúpida, pero nosotros ya sabemos (o por lo menos yo) que Atilio está más allá de los inconvenientes que atañen a los mortales, por lo que cada vez que me veía con ganas de hablar de una mujer me miraba con desprecio. Con desprecio geológico. Y una vez más me asaltó la duda (porque algunas dudas son tan fuertes que asaltan) de que tal vez mi problemática en esos tiempos de mi vida estuviera demasiado sesgada por una especie de sensación falsamente poética respecto de las mujeres. Atilio solía decir: tanto ajetreo por el cuello de una mujer? ¡Por una mujer! Y yo quedan a en silencio, porque el respeto que me infundía ese hombre –como sigue sucediendo- me hacía callar y preguntarme cosas. Bien Atilio, estás diciendo que soy un idiota, pensaba yo, mientras simultáneamente ideaba algún verso frágil, alguna idea de relato para enviarle a Paula.

No me parece mal el encantamiento. Además, por muchos años concluí que el amor dura entre tres meses y dos años; que el encantamiento es necesariamente sucedido por desencantamiento, y que el alma se enriquece más con la desalegría que con la plenitud. O mejor dicho, que la desalegría es también una forma (corrosiva) de plenitud.

miércoles, 11 de abril de 2007

El Perro Pensativo

Tal es así que me negué una tarde de mi juventud a olvidarme que llovía, que el cielo estaba cubierto, que cobré un modesto cheque después de esperar una hora y media; y hacia el final de aquel alboroto caminé por Cabildo, agarré Céspedes, y después de comprar un guiso de lentejas en lo del panadero anarquista volví a ver, quieto en la vereda, al Perro Pensativo de Ciudad de la Paz. El can no hace más que escrutar aquella esquina, y de cuando en cuando mear un poco. Su orina, que pisé sin querer, se adhiere a las suelas de los zapatos. Su orina tiene algo de omelette. El Perro Pensativo concentra tantas imágenes en su honda cavilación cotidiana que termina por orinar una especie de síntesis amarillenta de lo que sus ojitos marrones han visto con la más tremenda angustia esquinera.
Lo acuño porque me niego rotundamente a que pase el tiempo

martes, 10 de abril de 2007

Supongamos

Supongamos que no soy Álvarez Gómez, y que en mi juventud no me senté frente a una mujer de pasado irlandés y grandes ojos verdes; supongamos que no tomé un café mientras ella por fin hablaba y daba noticias. Que no miré por la ventana para corroborar que todavía la lluvia, el pavimento húmedo. Supongamos que no existió ese marzo junial, el preludio al Eterno y Frío Junio que en algunas almas nobles se extiende por lo menos cinco meses. Supongamos que no fui el interlocutor de esa charla, que no oí que esa mujer había recibido la confirmación, que en agosto o julio el pasaje de avión, que no dijo nunca la palabra Brasil, que jamás mencionó Europa y las plazas de Praga, que jamás la miré con amor, que no hubo ningún indicio de que su partida sería, finalmente, una nueva tragedia. Supongamos que no intenté dar un falso aliento, que no imaginé el pausado trago tardío. Que no rogué con ojos jóvenes, que no imposté una contestación madura; que no planifiqué mi reacción. Que no caminé esa noche pensando en los días que faltaban, en una noche de felices despojos, en una poesía ronca pero sincera, en hacer el amor igual aunque pareciera no tener sentido.

Suponiendo todo esto, esa noche de hace treinta años, tan parecida a anoche, no tuvo nada fuera de lo común.

lunes, 9 de abril de 2007

Aplicación del Sartenazo

Uno de los tratamientos ejemplares ofrecidos por el Centro de Estudios Siniestros (CES) consistía en la aplicación de uno o varios sartenazos en las sienes. Según testimonios de los pacientes, la primera sensación producida por el sartenazo es una profunda purga seguida de obnubilación. Los efectos secundarios, más allá de los moretones, eran subsidiarios.

¿Quiénes se acercaban al CES para la aplicación del sartenazo? En su mayoría se trataba de hombres que sufrieron arduos desencuentros amorosos. ¿Quién aplicaba los sartenazos? Atilio decía ser el único capaz de aplicar la embestida redentora. Se trataba de un golpe seco y fuerte, en medio de la cara, pero que no debía provocar dolor sino epifanía. En general, los aplicantes daban un tremendo grito, caían al suelo, y se levantaban renovados agradeciéndole a Atilio y comentando con los demás sobre su buena mano para la aplicación.

Una vez, en 1971, cuando Paula ya era alucinación y penumbra, me acerqué a la casa de Atilio en el Tigre y le insinué la necesidad de recibir el golpe de sus manos. Atilio comprendió todo en un instante, limpió el aceite de la sartén que tenía sobre una hornalla, me pidió que cerrara los ojos, y arremetió contra mi cara. No grité, no caí. No abrí los ojos por un rato. No sentí dolor, no sentía más a Paula. No tenía cabal noción de dónde me encontraba, pero así y todo caminé un rato por el Tigre y me tomé el colectivo a mi casa. No pensé en Paula nunca más, hasta la General Paz.

miércoles, 4 de abril de 2007

Conversaciones con Morelia

1965

Morelia: ¿Vamos a San Telmo, Atilio?
Atilio: Con todo gusto.
M: ¿Le parece este fin de semana?
A: Fantástico.

Sábado a la tarde.

Atilio: Buenas tarde, pensaba pasarla a buscar en un rato.
Morelia: ¿Para ir a San Telmo?
A: Exacto.
M: ¿Sabe qué? Mejor voy con mi tía. No le molesta, ¿no?
A: Faltaba más.

1966

Morelia: ¿Qué piensa de las mujeres, Atilio?
Atilio: Que son buenas y puras.
M: ¿De verdad?
A: No.

1968

Morelia: ¿Usted me ama, Atilio?
Atilio: Ahora no.
M: Pero me amó…
A: Claro.
M: ¿Y qué se sentía cuando me amaba?
A: Un prolongado cólico estomacal.

Pluralidad de las Paulas

Me animo a esta sacrílega interpretación de Borges. Si Paula es todas las Paulas que se extienden en el tiempo, existirían tantas Paulas como subdivisiones de tiempo posibles. Para facilitar el razonamiento, supongamos que dividimos el tiempo en sesenta segundos por minuto (sesenta minutos por hora, etc); entonces habría sesenta Paulas diferentes por hora, lo que es bastante. De esta manera, la Paula que me miró tomar un café sobre Sarmiento una tarde lluviosa es esencialmente distinta a la que caminó hacia el Río para ver a la Reina, o la que posiblemente ahora esté en algún escritorio o esquina, entregada a la mutación infatigable de ser una Paula diferente a cada momento.

El razonamiento me lleva a pensar que es ridículo decir que efectivamente conocí a Paula, cuando Paula es en realidad todas las Paulas, es decir, una única Paula modificada por la variable tiempo. La Paula de ayer no será jamás la Paula de hoy. La Paula de hace unos momentos no será nunca la Paula actual, o la posible Paula futura.

Me pregunto dónde podré ir a buscar a la Paula de hace unos pocos días –y aquellas Paulas anteriores- tan distintas a las Paulas que siguieron a su brutal emigración. Me pregunto, en todo caso, si eso es posible. La respuesta es evidente. Jamás se podrá volver a coincidir de esa manera, porque las coincidencias son tan irrepetibles como las personas que se modifican con el tiempo. Si esencialmente somos distintos a cada momento, es quizá estúpido intentar reconstruir una coincidencia como la que hubo entre alguna Paula –ahora difusa y lejana- y algún Álvarez Gómez, pasado e inasible.

De lo que estoy seguro es que por momentos hubo una Paula que coincidía con Álvarez Gómez, y que esa coincidencia fue tan fortuita como milagrosa. Intentar reproducir las condiciones de la coincidencia entre Paulas y Gómez es tan ridículo como pretender que cuando Paula (alguna Paula) reaparezca, sea remotamente parecida a la que hace sólo pocos días coincidía con algunos Álvarez Gómez sucesivos.

Taller de Indiferencia

De la mano de Atilio Fuentes, El Centro de Estudios Siniestros (CES) abrió en 1965 su Espacio de Actividades. La que inauguró el corto y próspero ciclo fue el Taller de Indiferencia, coordinado por el Poeta de Tigre. Su fiel servidor, Álvarez Gómez, lo ayudó a acomodar las sillas.

Numerosos traspiés amorosos hicieron de Atilio un erudito en temas de pareja. Además, habiendo emprendido ya hacía algún tiempo su viaje literario, Atilio había cobrado una elegancia mística que despertaba interés en sus conocidos. Todos, incluido yo, venían a pedirle consejos a él, que él daba fumando tranquilo con la vista clavada en el horizonte. Para estos temas siempre es bueno mirar líneas horizontales, decía, y aquello parecía irrefutable.

El Taller de indiferencia surgió de un boceto que Atilio escribió en un bar de la calle Libertad, la noche que conoció a Morelia. El desencanto con las mujeres puede ser profundamente poético, decía él, sólo hay que saber aprovecharlo. La mayoría de los mortales, incluido yo, no logran notar los beneficios del desencanto, y en vez se estrellan una y otra vez con los mismos obstáculos, más o menos diluidos en vino.

A partir de esa noche epifánica, Atilio fue intachable con las mujeres. Se prometió mantener una relación tan distante que fuera imposible que una mujer le provocara malestar. Tengo que decir que lo logró, y que en adelante tuvo el amor de muchas mujeres que se acercaban a él como desde una orilla lejana. En ese contexto hizo real el boceto del Taller de Indiferencia.

Acompañé a Atilio a una feria Americana, donde compró doce sillas de madera. Un talabartero amigo les instaló un cinturón con un candado. Los primeros participantes del Taller se sorprendieron de su efectividad. La actividad era ante todo pasiva. Los ingresantes tomaban asiento en las sillas, eran debidamente atados y supervisados por Atilio (quién se quedaba con las llaves de los candados) y en una pantalla en el frente de la habitación se proyectaban películas de Francois Truffaut donde se enfatizara la soberbia naturaleza de las mujeres. El objetivo principal era impedir que los participantes telefonearan a las mujeres que les habían roto el alma con un portazo. Se pagaba por día y tengo el recuerdo de que la comida era buena. Los participantes sólo se levantaban para ir al baño, y eran acompañados por Atilio, quien en el trayecto les hacía unas breves preguntas irrelevantes. Podían quedarse todo el tiempo necesario, aunque Atilio afirmaba –basándose en los preciso estudios del CES- que menos de una semana de indiferencia no servía para nada.

Para poder interrumpir el taller los alumnos debían entrevistarse en forma privada con Atilio, y convencerlo de que era imperativo ponerse en comunicación con tal o cual mujer. O bien prometerle que el alumno estaba en condiciones de mantener la indiferencia sin la asistencia del Taller. En general, lo alumnos que finalizaban el curso mínimo de una semana salían corriendo al teléfono público de la esquina. Al notar esto, Atilio lo destruyó con un bate de madera, quizá pensando en Morelia.

martes, 3 de abril de 2007

Aparición de Morelia

Una noche, en un bar de Palermo, Atilio conoció a una Morocha. La señorita, sin conocerlo, le preguntó si podía explicarle la geométrica disposición de las pirámides de Egipto. Atilio, bastante bebido y alegre por la aparición de esta mujer, aceptó. Ella usó tres fósforos para la pequeña maqueta, dijo las palabras Keops, Kefrén y Micerino, y aclaró que en realidad había más pirámides que el viento erosionó. Habló de Tutankamón, de la maldición de su tumba, de la incuestionable aridez del Sahara, y sostuvo que tanto desierto le había dado una sed terrible. Atilio se ofreció a traerle algo para tomar, que ella aceptó. Oriunda de Córdoba, la morocha se mandó a bodega un fernet con coca cola en tres tragos sucesivos, y continuó su relato con la descripción del Museo Egipcio del Cairo. Mencionó dinastías, refutó leyendas urbanas y describió la belleza de la Gran Esfinge de Giza. Después dijo que tanto viaje le había dado hambre, y que tenía unas empanadas listas en su casa. Atilio aceptó la invitación.

Ya en su bonito departamento céntrico, Atilio preguntó cuándo había hecho el citado viaje. Nunca, dijo Morelia. Lo leí en una revista. Cuanto terminaron de comer, Morelia dijo que tanta charla le había dado sueño y que iba a irse a dormir. Atilio, ya profundamente enamorado de la cordobesa, bajó siete pisos por las escaleras, saludó al portero y caminó por la calle Libertad. Encontró un bar abierto, pidió vino de la casa y juró nunca más mirar una mujer.

lunes, 2 de abril de 2007

Herejía.

Habrán pasado treinta años, pero una vez tuve la urgencia de que Paula me escuche. Y contra la urgencia joven no hay posible dosis de nada para poner un freno. Paula, su fatal desnudez, su cuerpo en la oscuridad, el anochecer con lluvia.

Pienso que deberías oírme en vez de encadenarte a tu pacífica soledad. Aunque hayan pasado treinta años, recuerdo todo con asombrosa nitidez como si hubiera sido una de estas noches.

No hay género más ridículo que el de la súplica amorosa. Aunque quién no fue alguna vez joven y un poco estúpido. Ahora, desde la edad de la reflexión, todo aparece tan falsamente claro.

Entonces Paula un día decidió irse. Y aunque el primero impulso es el más idiota, es también el más genuino, el más vital y lleno de juventudes. El impulso de ir detrás de alguien, siguiendo un encantamiento que a lo sumo durará unos meses. El segundo impulso fue tratar de herirla como se hiere a un pájaro.

Es cierto que hoy es un día cualquiera y que a veces rememorar es un sacrilegio. Pero mi tono frío no es más frío que el de aquella Paula radical. Volver para atrás con ánimo de interpretar el tiempo vivido más favorablemente, más acorde a lo que quiero pensar hoy, desde esta mesita, es una herejía que me voy a permitir. No existe la vida, existe la idea de vida. Con esa trampa los psicólogos van dos veces por años a París a franelear en los bares.

En ese momento, hace treinta años, tenía la certeza de que Paula ya era un espejismo, y que sería mejor dejar de retener los recuerdos de sus ojos grandes y verdes. Y así liberados, mi recuerdo de sus ojos se dejaría confundir entre todas las imágenes que quedan de alguna manera en la mente.

Mi urgencia juvenil me impidió ver que volvería. Sólo que un tiempo después.

domingo, 1 de abril de 2007

Cuanderno Gloria (1963)

Anoté en un cuaderno Gloria en el año 1963:

"El amor es ante todo esgrima."

Supongo que me refería a la feroz competencia en la que se baten la autoestima de la mujer y la autoestima del hombre, viejos conocedores de las reglas del juego. También anoté:

"El amor es en soledad."

Y en esa linea perdida, extraída de un texto garabateado y desprolijo, reconocí la profunda y antigua certeza de que uno sólo se ama a uno mismo aún cuando cree que ama a otros. Y quizá entonces sonó también la última música de una mujer, que como una violenta fragancia cruzó el tiempo hasta hoy.

Lo cierto es que todos estos años fueron de confirmación de estas hipótesis elaboradas en intranquilos bares de esta ciudad, con mi propia y suficiente compañía, y sin la obesa necesidad de declararle el amor a nadie. Entonces aprendí que más vale cuidar el jardín interior, y más aún, no dejar entrar nunca a nadie.Y que, gobernado por el deseo, lo único que sigue es el callejón.

¡Salud, mujer reliquia! ¡Veremos tu hidalguía en la lucha contra el tiempo!