lunes, 29 de enero de 2007

Vaina

Traté de explicarle a esa mujer lo de la vaina, pero no entendió. Le hablé del amor, de cómo hay que cuidar ciertas cosas. Mencioné las caricias de la mañana. No me entendía. Miró, con ganas de irse. Entonces de nuevo dije que no, que la vaina, que hay que protegerse de lo que hay afuera. A punto de comernos. Pero ella estaba ya de pie y totalmente decidida a irse. Intenté una vez más, con mayor claridad: lo que sentís en el estómago, tu más íntima revelación, está protegida por una vaina. Como una chaucha o una ostra que protege su fragil perla del peligro exterior. Para llevarse bien, para amar a una mujer, hay que abrir la vaina a la misma vez, junto a ella, por que si no.
Y se fue.

Enumeración (III)

Un lunes a la mañana me senté en una mesita de La Americana. Miré alrededor y por la ventana.
Observé: una señora de sesenta años leyendo el diario; veintitrés taxis vacíos bajando por Callao; cuarenta taxis con pasajeros bajando por Callao; once colectivos de la línea treinta y siete; cuatro medialunas en un platito, al lado de un señor pelado; una morocha infernal, de lujuriosa pollera; un mozo de pésimo humor; el diario; la cara de un futbolista alegre; dos docenas de hombres de oficina, apurados por la vereda; un mendigo; dos personas perdidas, buscando algo; un café en jarrito, que bebí; una mirada triste de un muchacho joven; un escote fascinante; el cartel del Instituto del Pie, alto sobre los edificios; el kioco de revistas; una señora que insultó a un taxista que casi la atropella; una moneda en el piso; mi servilleta de papel, manchada de cafè y azúcar. Y mi reflejo, difuso en la ventana, suspirando.