La mujer de las preguntas dijo: ¿te gusta la lluvia? Y un día me pasó algo novedoso que cambió mi juventud: sonó el teléfono, ella me invitó a ver llover. Coincidir con una mujer en el tiempo y el espacio ya es milagroso. Coincidir en el amor por la lluvia, casi imposible.
La suerte estaba de mi lado, pero el clima en Buenos Aires estaba espléndido y no parecía que fuera a llover nunca más. Esperé, como todo joven ansioso, que una nube cegara los rayos, a que el calor porteño inflara las nubes de agua gris. Pero eso no ocurría. Odié al sol, odié las playas y las vacaciones, las sillas de plástico, la alegría, los panchos con coca, los choripanes, los barrilletes y los nietos felices. Quería que lloviera. Quería salir con la mujer de las preguntas, a ver cómo llueve.
Un juves a las dos de la tarde la ciudad oscureció. Una única nube cubrió el cielo. El calor lógico de febrero asfixiaba los ánimos. Los hombres caminaban por la calle con las camisas pegadas al cuerpo; las mujeres no escondían su incomodidad o su asco. El tiempo era terrible, y yo era completamente feliz. Oí el primer trueno, cerca del aparato del teléfono. Sonó justo con las primeras gotas: ella era.