domingo, 22 de abril de 2007

Sábado Olvidado.

Recuerdo que en una época en Buenos Aires empezó a llover mucho. Para qué te voy a mentir, Atilio, si vos y yo sabemos que no se trata de la lluvia sino más bien de una particular esquina lluviosa, de la corrida hasta Santa Fe para tomar un taxi, del acomodarse en el interior del vehículo, la cara del conductor que entre sueños preguntó con las cejas la dirección. No es un relato sobre la lluvia, sino más bien sobre la luz verde del semáforo untada sobre el pavimento, las imágenes de los negocios estirándose en rachas, los otros pocos autos que a esa hora circulan, erráticos, por una ciudad dormida.

Y si te digo que esa noche de sábado fue única estaría faltando a la verdad. Como dije en otro momento, los días tienen a promediarse en un único día, en un gran sábado de abril que rememora mal o bien todos los anteriores, perdidos o dejados atrás. Qué tiempo cruel, cómo puede ser que lo bueno siempre se va. Y así como vamos dejando atrás los días, el taxi iba olvidando los restos de Santa Fe, cruzó y olvidó Pueyredón, olvidó 9 de Julio, el obelisco anónimo a las seis de la mañana, la avenida Belgrano, se internó en San Telmo y lo fue olvidando metro a metro. Hasta que yo y una mujer que no era Paula nos bajamos, cubriéndonos de la lluvia con los abrigos, chapoteando entre basura y adoquín, buscando las llaves en su cartera y encontrando resguardo bajo una marquesina antigua.

Yo prefiero atribuírselo a San Telmo que al azar. Además, suena más pintoresco. Ella abrió la puerta alta y de madera, entramos por un pasillo que fuimos olvidando hasta un segundo piso por la escalera. Había un patio, si mal no recuerdo, que olvidamos en seguida. Su departamento, que ya olvidé, tenía una pequeña cocina y una sala de estar con un sillón viejo, de cuero o algo así, y una mesa que en seguida ocuparon una botella y dos copas. Nos olvidamos del vino, nos olvidamos de Miles Davis y la trompeta que grabó una tarde en de domingo (quizá tan opaca como ésta), nos olvidamos de Roberto Goyeneche y de cómo ella, cuyo nombre olvidé, bailaba tango en una plaza de Belgrano todos los domingos, y esa noche de sábado me ofrecía la primicia de verla bailar en el living de su casa.

Para empezar, sus pasos clavándose en el mármol al compás de un tango arrastrado, envinado y un poco violeta. Ella, esa noche, bailaba para mí, y como si fuera poco, fue olvidándose también de su ropa que caía con la comodidad de la tela, una sobre otra quedando así, olvidada en los rincones o entre las patas de la mesa. Entonces ella dio dos o tres pasos en dirección al sillón, donde su espectador la miraba olvidando, copa de vino en la mano, y como ella entendía que todo se olvida, también olvidó. Olvidó seis pasos, olvidó mi saco y mi camisa, olvidó mis zapatos y mi ropa, y sin que ninguno de los dos recordara demasiado nos fuimos hundiendo en el sillón viejo.

El amanecer, los huevos revueltos con panceta, el fondo de vino tinto en la botella que descubrí al pie de una cama grande y ajena. Un balcón con helechos -que le atribuyo más a San Telmo que al gusto personal de esta mujer- el murmullo de una radio que habríamos dejado encendida. El cuerpo de mujer envuelto, mis ojos bien abiertos, pensando que la juventud se va a cada amanecer, a cada fondo de vino, a cada paso olvidado. Y para no amanecer un domingo con un ánimo milonguero –propio de San Telmo y no mío- decidí olvidar mis pensamientos y girar en dirección a una mujer que no es Paula, que esa noche no amé porque había olvidado cómo, mientras ella yacía dormida o adormecida, pensando o quizá olvidandose de los pasos y del vino, del joven Goyeneche con Trolio, de su pollera negra y la lluvia; o bien intentando acordarse del nombre del dueño del brazo que en ese momento esboza una caricia escondida en el silencio del amanecer, pero que está ahí, acariciando, como si a pesar de la voluntad de olvidarlo todo fuera imposible eliminar ese gesto mínimo de acariciar una mujer dormida. Y ella reflexiona o tal vez olvida, ella está a punto de despertar o de caer en un sueño aún más profundo. Pero entre tanto se deja acariciar porque el tango había sonado tan bien la noche anterior, porque el taxi se fue olvidando una a una las esquinas hasta su casa, y entre tanto se adormece un poco más, mientras se deja perder con el vaivén de una caricia extraña.

Y la mano acaricia olvidando aquella cara mientras ella olvida la tibieza de su tacto.