sábado, 14 de abril de 2007

Síntesis de la Milanesa (I de III) 1971

Algunas situaciones de la vida me obligan a darme cuenta que no soy escritor, que estoy muy lejos de serlo, por una sola y triste razón: el escritor puede reproducir un contexto literario, poblarlo, ponerle árboles y música, hacer que en esas veredas -rotas- caminen mujeres morochas en pollera, puede hacer que los helechos cuelguen de los balcones del Barrio Chino como si escaparan, que en los zaguanes de San Telmo haya otras mujeres hermosas esperando a que alguien les abra la puerta, etc. Todo eso sucede en la mente de los escritores, y en virtud de su oficio -el arduo oficio de la escritura- pueden volcarlo al papel en cualquier momento de la jornada. Yo en cambio, escribo cuando escribo, como reaccionando a unas incontenibles ganas de mear palabras y frases, a veces incoherentes. Esto, que puede parecerse a la espontaneidad -sobrevaluada en el ámbito literario- en realidad no lo es. Es una imposibilidad, ya que sin esas ganas no hay palabra que pueda poner sobre un papel sin creer que es una palabra inútil, equivocada, y sin razón de ser. Porque muchas veces pienso que la palabra es palabra cuando cuenta cosas, y no por sí misma -salvo, quizá, en lo que llamé literatura del gorgoteo, pero que de todas formas constituye una visión de la literatura demasiado incipiente como para ser considerada seriamente. Escribo, entonces, de la misma manera que orino, con la misma desprolijidad, con la misma intimidad y encierro que sólo ocurre en el baño, y sólo pocas veces con el mismo grato placer de sacarme algo de encima. No puedo asegurar que lo que me quito sean toxinas, porque a veces los pensamientos que escribo no son tóxicos -no llegan a eso- sino que son meros pensamientos, simples elaboraciones que revelan un esfuerzo mental sobre algo, sin que eso sea garantía de nada. Entonces me encuentro así, muchas veces me encuentro a la espera de las gloriosas ganas de mear, de mear mucho y mear algo que valga la pena.