sábado, 26 de julio de 2008

Feria de Ambigüedades.

Introducción.

En una época –yo todavía era joven- en el Barrio de Belgrano, cerca del Barrio Chino, un grupo de feriantes armaron una feria atípica cuya tarea metafísica era tan desconocida como descomunal.

La feria de ambigüedades exhibía al público toda una serie de artefactos indiscernibles, cuyos dueños no podían ni sabían cómo definir. El grupo de feriantes era muy exclusivo, y para poder ingresar a trabajar a la feria de ambigüedades había que cumplir una serie de pruebas. La más severa de ellas era conseguir una decena de objetos ambiguos y justificar su ambigüedad ante un tribunal. El tribunal decidía si el aspirante podría ingresar o no al selecto club.

Los feriantes.

Quienes integran el reducido grupo de feriantes son personas que por diferentes razones han acopiado artefactos cuya utilidad primordial se vio inhibida, por lo que ahora tienen una o varias funciones alternativas a la original. De esta manera cobran existencia los objetos ambiguos. Un típico domingo a la mañana es posible toparse con un lavarropas o albergue de helechos, con una tijera o adorno de pared; con una heladera o albergue transitorio de corta duración.

El concepto de ambigüedad en los objetos.

Para evitar confusiones (nota: los feriantes se interesan en la ambigüedad, no en la confusión; según ellos se trata de conceptos muy distintos), vamos a definir de qué estamos hablando cuando hablamos de objetos ambiguos. No se trata, como dijimos más arriba, de objetos que han perdido su función originaria y ahora funcionan para otras cosas, sino una posición intermedia. Por ejemplo, la heladera o albergue transitorio de corta duración no deja de ser ni una ni la otra, y no es ni una ni la otra; tampoco es un promedio de ambas. Es simplemente una heladera o albergue transitorio de corta duración (por el frío).

Durante muchos años, los feriantes hicieron hincapié en la importancia de la ambigüedad. Primero y fundamental, para evitar que cualquier cacharro antiguo e inútil se convirtiera en un objeto ambiguo digno de ser exhibido en la feria. Además, decían ellos en la intimidad (una vez cené con personas del grupo), lo importante es mantener la definición original de ambigüedad, y no permitir que ésta adopte variaciones. Por otro lado, al ser ellos los únicos habilitados para definir objetos ambiguos e incluir gente nueva en el club, conservaban los cánones originarios, el génesis de la ambigüedad, cobrando exclusividad como agrupación. Lo que les permitía vender los objetos a mejores precios. En buena medida, se comportaban como cualquier vanguardia artística. Los cacharros y pedazos de objetos que vendían eran como cualquier pieza de feria. Lo que los diferenciaba –a ellos y a sus objetos- era precisamente todo el pensamiento que anteponían a todo este circo.

El principal problema teórico que enfrentaban (o enfrentan), como sucede con toda vanguardia, tiene que ver con la noción utópica de poder diferenciarse de los demás. Si toda vanguardia artística está destinada a la desaparición porque mantener la autenticidad es prácticamente imposible (por lo menos, matemáticamente, la autenticidad se empieza a desvanecer desde el mismo momento en que la vanguardia se define a sí misma, es decir, después de nacer, simultánamente, comienza el proceso de escisión, a veces tan violento), para el grupo que integran la Feria de Ambigüedades esto es aún peor. La paradoja -o quizá oxímoron- que describe la situación en la que se encontraron (y aún se encuentran) los miembros de la Feria es la siguiente: la imposibilidad de la existencia de una definición demasiado clara (i.e. poco ambigua) de su movimiento. Por ende, si los “ambiguos” logran delinear con precisión los rasgos de su movimiento, perdiendo así ambigüedad, habrían fallado en algo. Tal es así que muchas veces ellos han discutido sobre cuánto derecho tienen (ellos mismos) para designar si un objeto es o no lo suficientemente ambiguo como para ser exhibido en la feria, o si un potencial candidato a ingresar al club comprende bien o no el Decálogo de la Ambigüedad (del que ellos hablan pero no se sabe dónde está, qué dice, o quién lo escribió), ya que en este caso, muy ambiguo, la certeza es debilidad y no fortaleza. Pero por otro lado, y el argumento es bueno, ¿cómo puede existir un movimiento que proclame la ambigüedad sin ningún anclaje teórico? Anclajes teóricos tiene que haber, dijo un miembro una vez, pero no pueden quedar del todo claros o ser comprendidos a la primera lectura. Según esta interpretación, el bagaje teórico de los ambiguos debe poder perder toda discusión y a la vez no ser aniquilado, hasta llegar al extremo de dudar de la existencia misma del movimiento. En esa fina línea que roza la desaparición total y el anonimato debe establecerse, con rara solidez, la Retórica Ambigua en la cual este grupo de feriantes pueda apoyarse para seguir existiendo. Aunque esta existencia nunca puede ser demasiado manifiesta, demasiado real y vanidosa, porque nunca deja de estar cuestionada o bajo la lupa de una nueva interpretación.

Sobre éstas y otras cuestiones reflexioné después de cenar con ellos.

viernes, 4 de julio de 2008

Complejidad del relato erótico.

En muchas oportunidades traté de escribir cuentos donde hubiera una trama erótica, y creo que salvo en dos o tres excepciones (en treinta años) fracasé en todos los casos. Anoto en este salubre texto algunas de las razones para quien aborde el género y pueda utilizar este anecdotario como sustento.

En primer lugar, hay que ser muy bueno para lograr confundir al lector (ni hablar de las lectoras) y hacerle olvidar la idea de que el autor es un libidinoso cuyo fin es desvestir de manera asombrosa a mujeres imaginarias. Es casi imposible revertir esta fama, y en parte es cierto. Ante todo, las mujeres no se enrollan las medias de lycra desde los muslos hasta los pies, como tuve el agrado de escribir algunas veces. No estoy seguro de cómo lo hacen, pero por las críticas recibidas (algunas francamente ásperas) no es así como se sacan las medias.

Segundo, es probable que no todos los personajes femeninos sean prostitutas encubiertas, de inteligencia malvada, piernas exuberantes y pelo largo y fino. Por otro lado, es improbable que el protagonista sea creíble si insiste en hablar en primera persona del singular, usa trajes medianamente prolijos, y toma (o incluso bebe) whisky. Esa descripción, de la cuál aparentemente abusé en varios casos, funcionaría mejor para un detective de una novela policial, y no para el agraciado que concretará, esa noche puntual, una hazaña amorosa.

En esta línea, es dable considerar el siguiente argumento. No necesariamente es interesante saber cómo o por qué un hombre de esas características (y después de trabajar), se mete con un mujer en un departamento y le hace el amor con extravagancia. Además, si es verdad que la mujer es descomunalmente atractiva, por más habilidad literaria será difícil satisfacer la imaginación del lector, que preferiría verla en una pantalla. Por lo que la batalla está medianamente perdida incluso antes de empezar.

Sobre las insinuaciones acerca del amor, muchos de mis relatos intentaron dejar un sinsabor que tampoco resultó verosímil. ¿Por qué el lector habría de tomar el mismo camino imaginario que yo y creer que en esas noches lujuriosas, entre trago y trago de alcohol, hubo alguna impresión cercana al amor? ¿Por qué siempre el tono de los personajes en primera persona finge indiferencia cuando tiene más de lágrima que de crónica policial?

Dejo pendiente la profundización de mi autocrítica sobre este tipo de relatos.