Siempre se lo veía tranquilo, fumaba en pipa, siempre miraba más allá, como si sus ojos sólo estuvieran hechos para concebir paisajes. No las nimiedades de la vida, el paquete de cigarrillos, el cinturón, una birome. Él parecía enfocar lo majestuoso. Hablo de Atilio, claro.
Y como tantas veces, le pregunté qué hacer cuando una mujer se convierte en razón de algo, en alegría. Atilio tenía la respuesta, como siempre. Dijo algo sobre la trivialidad del amor, adujo que el amor así concebido es egoísta, que había que mirar mucho más allá de la mujer e intentar divisar, entre la bruma, al verdadero amor. Yo escuché con atención, pero no entendí una palabra. Repetí que pensaba mucho en una mujer, que se había convertido en la alegría misma, en una especie de primavera. Sin mirarme dijo que era un estúpido, que la primavera era todas las mujeres, no una sola, y que si amaba sólo la primavera entonces estaría desamparado el resto de los meses del año. Lo miré con atención, pero tampoco había entendido palabra.
Hablar con Atilio era así. Yo lo he visto llorar por una mujer maltrecha que lo amó mal, que lo abandonó después de probar su alquimia, que no dijo palabra y jamás reapareció. Recuerdo que esos días Atilio se comía las uñas, desesperado, sin entender qué era lo que había dejado de sí mismo en esa mujer para llorarla como se llora el fin de febrero. Sé que de un día para otro se recuperó como quién digiere un engaño, y después de varios desencuentros como ese su vínculo con las mujeres cambió. Comenzó a amarlas desde su propia lejanía, desde sus costas, y de cuando en cuando permitía que una de ellas se acercara hasta las orillas de Atilio, donde él bajaría a mirarla caminar. Pero nunca más allá de eso, nunca tierra adentro, jamás pasaba con una mujer un centímetro más adentro que eso.
Parecía estar inmensamente feliz con su decisión, y en adelant sus consejos se volvieron tan alegóricos que fue imposible entenderlo o siquiera hacerle caso.
Y como tantas veces, le pregunté qué hacer cuando una mujer se convierte en razón de algo, en alegría. Atilio tenía la respuesta, como siempre. Dijo algo sobre la trivialidad del amor, adujo que el amor así concebido es egoísta, que había que mirar mucho más allá de la mujer e intentar divisar, entre la bruma, al verdadero amor. Yo escuché con atención, pero no entendí una palabra. Repetí que pensaba mucho en una mujer, que se había convertido en la alegría misma, en una especie de primavera. Sin mirarme dijo que era un estúpido, que la primavera era todas las mujeres, no una sola, y que si amaba sólo la primavera entonces estaría desamparado el resto de los meses del año. Lo miré con atención, pero tampoco había entendido palabra.
Hablar con Atilio era así. Yo lo he visto llorar por una mujer maltrecha que lo amó mal, que lo abandonó después de probar su alquimia, que no dijo palabra y jamás reapareció. Recuerdo que esos días Atilio se comía las uñas, desesperado, sin entender qué era lo que había dejado de sí mismo en esa mujer para llorarla como se llora el fin de febrero. Sé que de un día para otro se recuperó como quién digiere un engaño, y después de varios desencuentros como ese su vínculo con las mujeres cambió. Comenzó a amarlas desde su propia lejanía, desde sus costas, y de cuando en cuando permitía que una de ellas se acercara hasta las orillas de Atilio, donde él bajaría a mirarla caminar. Pero nunca más allá de eso, nunca tierra adentro, jamás pasaba con una mujer un centímetro más adentro que eso.
Parecía estar inmensamente feliz con su decisión, y en adelant sus consejos se volvieron tan alegóricos que fue imposible entenderlo o siquiera hacerle caso.