miércoles, 21 de marzo de 2007

Llanto de Atilio

Siempre se lo veía tranquilo, fumaba en pipa, siempre miraba más allá, como si sus ojos sólo estuvieran hechos para concebir paisajes. No las nimiedades de la vida, el paquete de cigarrillos, el cinturón, una birome. Él parecía enfocar lo majestuoso. Hablo de Atilio, claro.

Y como tantas veces, le pregunté qué hacer cuando una mujer se convierte en razón de algo, en alegría. Atilio tenía la respuesta, como siempre. Dijo algo sobre la trivialidad del amor, adujo que el amor así concebido es egoísta, que había que mirar mucho más allá de la mujer e intentar divisar, entre la bruma, al verdadero amor. Yo escuché con atención, pero no entendí una palabra. Repetí que pensaba mucho en una mujer, que se había convertido en la alegría misma, en una especie de primavera. Sin mirarme dijo que era un estúpido, que la primavera era todas las mujeres, no una sola, y que si amaba sólo la primavera entonces estaría desamparado el resto de los meses del año. Lo miré con atención, pero tampoco había entendido palabra.

Hablar con Atilio era así. Yo lo he visto llorar por una mujer maltrecha que lo amó mal, que lo abandonó después de probar su alquimia, que no dijo palabra y jamás reapareció. Recuerdo que esos días Atilio se comía las uñas, desesperado, sin entender qué era lo que había dejado de sí mismo en esa mujer para llorarla como se llora el fin de febrero. Sé que de un día para otro se recuperó como quién digiere un engaño, y después de varios desencuentros como ese su vínculo con las mujeres cambió. Comenzó a amarlas desde su propia lejanía, desde sus costas, y de cuando en cuando permitía que una de ellas se acercara hasta las orillas de Atilio, donde él bajaría a mirarla caminar. Pero nunca más allá de eso, nunca tierra adentro, jamás pasaba con una mujer un centímetro más adentro que eso.

Parecía estar inmensamente feliz con su decisión, y en adelant sus consejos se volvieron tan alegóricos que fue imposible entenderlo o siquiera hacerle caso.

Emigración

Cierta vez, en mi juventud, emigré. Los éxodos transforman las baldosas, las cúpulas verdes, los muros que parecen cárceles se erigen con majestuosidad. La pizzería de la esquina cobra aires de museo, las luces sobre Callao parecen encenderse en una delicada coreografía que declina hacia la noche y el rumor de los cines de Corrientes, las librerías, los bares donde la gente va a descansar y emborracharse después de días más o menos desalegres.
La transformación operó, fue ajena a mí, y muchos años después todavía me vienen las alfombras, la bombilla de un mate puntano, mi cara de joven asustado esperando en una silla, el asombro al salir de la boca del subte y sentir que Rivadavia era capaz de aplastarme.
La salida de un barrio es eso, es la súbita impresión de no caminar más por Avenida de Mayo hasta 9 de Julio, o al menos no en enero, con un sol bueno en la espalda de una mujer acuarela. Así y todo, muchos años después rememoro al gordo vendedor de pósters de Gardel y Evita, ese edificio abandonado por el que salía un aire de lápida, las novedades del Cine Gaumont, la ronca suciedad de las veredas, el ruido, el edificio del Congreso, la entrada señorial de Callao 25, el ascensor antiguo, esa pesada puerta de madera.