martes, 3 de abril de 2007

Aparición de Morelia

Una noche, en un bar de Palermo, Atilio conoció a una Morocha. La señorita, sin conocerlo, le preguntó si podía explicarle la geométrica disposición de las pirámides de Egipto. Atilio, bastante bebido y alegre por la aparición de esta mujer, aceptó. Ella usó tres fósforos para la pequeña maqueta, dijo las palabras Keops, Kefrén y Micerino, y aclaró que en realidad había más pirámides que el viento erosionó. Habló de Tutankamón, de la maldición de su tumba, de la incuestionable aridez del Sahara, y sostuvo que tanto desierto le había dado una sed terrible. Atilio se ofreció a traerle algo para tomar, que ella aceptó. Oriunda de Córdoba, la morocha se mandó a bodega un fernet con coca cola en tres tragos sucesivos, y continuó su relato con la descripción del Museo Egipcio del Cairo. Mencionó dinastías, refutó leyendas urbanas y describió la belleza de la Gran Esfinge de Giza. Después dijo que tanto viaje le había dado hambre, y que tenía unas empanadas listas en su casa. Atilio aceptó la invitación.

Ya en su bonito departamento céntrico, Atilio preguntó cuándo había hecho el citado viaje. Nunca, dijo Morelia. Lo leí en una revista. Cuanto terminaron de comer, Morelia dijo que tanta charla le había dado sueño y que iba a irse a dormir. Atilio, ya profundamente enamorado de la cordobesa, bajó siete pisos por las escaleras, saludó al portero y caminó por la calle Libertad. Encontró un bar abierto, pidió vino de la casa y juró nunca más mirar una mujer.