domingo, 11 de marzo de 2007

Prodigio (IV)

Los domingos de sol que los niños no desalegres destinan a jugar con bolitas de barro o figuritas, Franz los dedica a una de sus prácticas preferidas. El juego tiene algo de nostálgico y de verdugo, combinación que el niño Kafka disfruta con deleite. El domingo que lo descubrí por primera vez me sorprendí, aunque todo es cuestión de acostumbrarse.

El niño hace más o menos lo siguiente. Toma una cantidad de hielos (sus prisioneros), espera que den las dos y cuarto de la tarde, y se sienta en el piso justo sobre una rejilla que cubre un desag. El calor de marzo y el sol cenital calientan la rejilla. Franz colocaa sus prisioneros, y los mira en su agonía de deshielo. El derretimiento se da con lentitud, una muerte pausada que él observa y por la que quizá también sufra un poco. Los hielos se contornean, patinan hacia fuera de la rejilla, a lo que el niño Franz reacciona con un palito u otro elemento para comodar a sus prisioneros sobre la rejilla caliente. El hielo pierde su hielitud, su vital hieleza da lugar a unas gotas de agua que parecen siempre pocas, siempre de menos, y que además pronto se evaporan. Kafka, de seis años, siente algo espantoso al ver desaparecer a sus prisioneros; cuando ya son sólo una vieja idea, los extraña con toda su potente alma de niño desalegre. Añora tanto la desaparición como la vida, y no entiende bien por qué. Cuando observa que la evaporación es irreparable, recuerda la solidez de aquellos hielos antiguos, reflexiona sobre el tiempo e inclina la cabeza hacia abajo.
Y así se va a jugar con sus hermanitos -niños alegres y despreocupados- pensando en los hielos perdidos, en su antigua hieleza, en cómo hará para asumir el pasado y enfrentar el porvenir.