lunes, 25 de enero de 2010

Los Advenedizos.

Estos seres no quieren ser advertidos cuando bajan las escaleras, y es por eso que en general lo hacen en puntas de pie, sosteniendo los zapatos en una mano y deslizando la otra por la baranda de madera. La mala fama es mérito de ellos por no haber entendido jamás cómo funcionaban las cosas en aquel recinto, y por no haber sabido responder con elegancia a los comentarios explicativos del dueño.

Así y todo, es posible que en una noche cualquier hagan su aparición los Advenedizos.

El malestar que generan en el público, y sobre todo en las bailadoras, se debe a una serie de confusiones recurrentes de las que ellos no se responsabilizan. Los Advenedizos confunden sensualidad con lascivia, elegancia con procacidad y cordialidad con arrebato. La lista podría seguir, pero lo principal ha sido dicho.

Sus actitudes más repugnantes se remiten a sentarse todos juntos en las mesas del fondo, lo que ya se convierte en una falta de respeto para los parroquianos más antiguos, que jamás comparten la mesa con nadie –no por falta de compañerismo- sino porque entienden que la verdadera forma de compartir la soledad es desde mesas distintas. Pero ellos no. Se sientan de a cuatro o a veces de a cinco alrededor de una misma mesa, y beben todos a la vez haciendo pedidos a la barra sin siquiera levantarse. Son ruidosos y gritones, y eso altera el delicado humor de las bailadoras.

Cuando ya están borrachos, los Advenedizos comienzan con sus cánticos –que ellos creen alegres y alentadores- y que las bailadoras juzgan inoportunos y soeces. No fueron pocas las veces en las que ellas, ante la agitación de los Advenedizos, decidieron una retirada colectiva hacia los camarines, para no volver a salir en toda la noche. Lo que significa una gran desdicha para los parroquianos de siempre, que esperan la salida de las bailadoras con ansiedad contenida, dando pequeños sorbos.

Por eso los parroquianos, a pesar de su silencio y pasividad, odian a los Advenedizos. Y su odio es casi imperceptible por la falta de voluntad, pero completamente real y casi tangible. El dueño, que mira la escena desde la barra mientras hace las cuentas, nota todo aquello y se lo guarda para sí.

Desde su perspectiva, está alertado del malestar que generan los Advenedizos en sus clientes más fieles, y eso lo perturba un poco. Pero por otro lado, cuando mira su libreta escrita a mano, tiene que reconocer que ellos son ante todo unos borrachos empedernidos, gritones y todo, y que cada vez que vienen hacen subir considerablemente las ventas del mes, por lo que su relación con ellos está divida por una puja de intereses.

lunes, 18 de enero de 2010

Ponedores de puntos sobre las íes.

Aproximadamente una vez por mes, sin previo aviso, se oyen los pasos de alguno de los pequeños hombres que bajan las escaleras. Viene uno por vez, pero su parecido es tan grande que es imposible distinguirlos. Son pelados, bajitos y gordos, y caminan con un pequeño portafolio –que nunca nadie vio abierto- y cuyo interior sigue siendo un misterio.

Mesa por mesa, el pequeño hombrecito se sienta frente a los parroquianos y pone los puntos sobre las íes, tarea que ninguno de los parroquianos podría jamás hacer por sí mismos. Cada vez que el hombrecito aparece, las bailadoras se miran entre ellas, y aún sin distraerse de sus bailes, intentan conocer el método de este extraño hombre.

Pero no pueden ver nada. El hombre trabaja rápido y va de mesa en mesa, casi sin hacer ruido salvo por su pequeños pasitos un poco arrastrados. Cuando termina, se sienta en la barra y el dueño del bar le invita un trago.

Los parroquianos parecen más serenos, y la noche puede continuar por donde venía.

miércoles, 13 de enero de 2010

Veneno de las Bailadoras.

Es difícil explicar esto, porque a primera vista las cosas raras nunca se perciben. El dueño, detrás de la barra, lo descubrió una noche en que estaba particularmente despierto, quizá por no haber tomado nada, o por simple aburrimiento.

Es increíble lo que puede lograr el aburrimiento.

Fue en medio de uno de los bailes. Ellas estaban en el escenario, desplegando una coreografía en la que se sumergían los parroquianos como buscando alivio. Como todas las noches en aquel sótano. Pero el dueño estaba más despierto que el resto –nadie puede saber cómo- y en un descuido de alguna de ellas, lo vio. Una de las bailadoras, entre paso y paso de baile, abrió la boca, y dejó salir una lengua bífida, fina y suave, pero partida en dos. Pero no termina allí. La misma mujer, una de las más bellas –si es que fuera posible compararlas- volvió a abrir la boca, y ahí fue cuando el dueño del bar vio que tenía unos colmillos pequeños, como dientes de leche de niño, pero de punta afilada. Inmediatamente bajó la vista y siguió con los suyo, que eran las cuentas y los cobros. No tenía sentido alarmarse. Los parroquianos no iban a creerle.

Las bailadoras no tienen glándulas para guardar el veneno. Se sospecha que éste está distribuido por el cuerpo, que viaja por ahí dentro. Una mordida pude ser letal.

Las bailadoras eligen a sus víctimas con cuidado. Son aquellas que no pueden salvarse, aquellas que no podrían curarse con los tratamientos tradicionales. La mordida es suave, como un pinchazo de una aguja, que apenas se siente. El veneno es suave o salado, pasa de un cuerpo a otro a toda velocidad, y las víctimas lo confunden con un beso breve.

Jamás ha habido quejas. Nadie nunca habló de la lengua partida. Lo que todos saben –y nadie dice- es que lo que queda después de recibir el veneno es esperar la muerte. Esta pude venir de inmediato o tardar unos días, incluso meses, dependiendo de la cantidad de veneno recibido. Es alarmante, pero muchos prefieren el veneno a la incertidumbre, como si matar al aburrimiento con el veneno fuera siempre mejor que morirse de aburrimiento. Que son –como es evidente- cosas bien distintas.