martes, 31 de julio de 2007

Técnicas de Exterminio.


Largas horas de oficina facilitaron el plan. No se trataba de un emprendimiento ético (no está bien matar gente, claro) pero eso parecía irrelevante.

El Oficinista lo comentó por lo bajo. La respuesta fue tan buena que entre cuatro o cinco decidieron ponerse en marcha. Lo primero fue alquilar el departamento. Almagro estaba bien por muchas razones: quedaba cerca de la oficina y quizá podrían alquilar una casona vieja con parque donde instalar la jaula. Lo segundo –y definitorio- era el león. O los leones, dependiendo del presupuesto. Al tratarse de un animal exótico, tuvieron que importarlo y llevarlo en remis desde el puerto de Buenos Aires, para no llamar la atención de la policía. Lo apodaron Gringo, por haberlo adquirido de un zoológico norteamericano que estaba en quiebra.

Consiguieron la casa. Era ideal: gran patio, tres cuartos grandes para los miembros del grupo, cocina y garage. La jaula la hizo un amigo del oficinista, herrero de oficio. Los días se dieron así: durante el día, la jornada normal de oficina; por la noche, el grupo de cuatro o cinco se reunía en el patio –era noviembre- a discutir ideas de cómo llevar adelante el exterminio.

Desfilaron diversas propuestas. La definitoria –y menos ortodoxa- la propuso el Oficinista. Entrarían la mañana siguiente al despacho del Jefe con una pregunta puntual, tomarían asiento dos de ellos (irían tres en total), y el último, parado detrás del Jefe, le provocaría asfixia momentánea con un paño mojado en alcohol.

Lo del alcohol funcionó bien. El problema –jamás considerado- fue el león. Esperaron a que recobrara la conciencia y tiraron al jefe adentro de la jaula, pero el Gringo no tenía hambre. Lo miró con desdén, un pobre humano asustado a los gritos. El Gringo suspiró –como suspiran los leones sin hambre- y se quedó dormido. Soñó con morirse mientras dormía en las Sierras de Tandil. El Jefe con los días dejó de gritar. No murió. Sus empleados lo alimentaban dos veces por día.