domingo, 25 de marzo de 2007

Moderador de alegría.

Aparecí con el apuro que caracterizó mis años de juventud: una camisa blanca, un saco que todavía tengo, un cigarrillo (quizá fumaba, quizá no), los pasos apurados del que tiene noticias en el buche. Atilio esperaba. Era joven, sí, pero ya había emprendido su viaje. Llegar a Atilio era como espiar con binoculares una costa distante.

Llegué. Atilio sonrió, quizá ya sabía todo. Hay noticias que se comunican con una manera de caminar, con una mueca nueva. Y cuando se trataba de una mujer, Atilio ya sabía todo. Y era imposible hablarle, porque se adelantaba. ¿Qué hacía? Cebaba un mate sabio. Hacía la pausa. Yo debía entender, debía ponerle una coma a todo eso.

¿No entendías, Atilio, que no siempre tenía el ánimo para interpretar tus alegorías? Quizá esa mañana de marzo, por aquellos años, esperaba algo así como una arenga, o bien su interés manifestado en una palmadita amigable. En vez encontré las escasas palabras de un hombre maduro, sabio, que hablaba del amor. Que hablaba de la mujer, y decía que embocar fervores era una cosa sutilísima, imposible. Y yo, un joven Álvarez Gómez, debía entender.
La mujer era Paula, Atilio, qué esperabas.