jueves, 26 de abril de 2007

Implacabilidad del Olvido.

Como individuos históricos, somos ante todo memoria. Esto quiere decir que construimos nuestra visión de mundo en base a lo que recordamos que vivimos, que hemos leído, debatido e interpretado. La realidad como construcción discursiva, como procesamiento conceptual, es ante todo memoria: acumulación de imágenes modificadas a cada relectura.

Una mañana Atilio comenzó a decir que olvidaba, que no recordaba de qué trataban los libros que había leído, que no entendía más a Marx, no recordaba bien el perfil de una mujer que conoció en un colectivo. No se trataba de un olvido patológico, i.e. amnesia. Era un olvido imperceptible. Así fue que Atilio afirmó que había olvidado Economía y Sociedad (los pocos capítulos que leyó), que olvidó Platón, Aristóteles, la cátedra de Principios de Filosofía, olvidó Arlt, olvidó de qué trataba Los Siete Locos, las novelas de Balzac (que no leí), algunos pasajes magistrales de Dostoyevski. Y decía que olvidarse de todo era lo mismo que aceptar que de apoco uno se va muriendo. Que la vida no es plenamente vital hasta el momento de muerte (cuando la vitalidad sucumbe), sino que -según esta idea- la vitalidad se va perdiendo poco a poco. A cada rato.

Para Atilio, olvidar era trágico. La transfiguración de un recuerdo, el alejamiento de aquella imagen que una vez fue cristalina (un pasaje de una novela, un personaje de Chesterton, la boca de una mujer), representaba la muerte. ¿Hace falta aclarar que pienso como él?

De esto extraje algunas conclusiones. Olvidar una mujer es asentir con un guiño su muerte. Aquella que amé, no está. Olvidar un buen pasaje de una novela, olvidar la intensidad que produce amar una ficción; poder prescindir de aquello sin ningún sufrimiento, eso es haber muerto.