Alfajórea alegría experimenté por un momento la tarde que salí de tu casa con quince años y el fin de agosto, sumada a la horrible certeza de que eras mujer y yo niño. Tu narcótica mirada azul, qué bien la recuerdo. Ese niño pequeño supo bien cómo combatir la profunda pena (que se justifica a esa edad, porque hablar de “profunda pena” más adelante es anacrónico; según ésta teoría, el amor más concentrado se experimenta en algún fragmento de los quince años, o bien acariciando una mascota; el resto es blasfemia, sacrilegio y exageración).
¿Qué hizo? Frenó en un kiosco y compró un alfajor Suchard, soldado contra la melancolía, y se lo mandó a bodega caminando por una vereda a la que le habían crecido raíces. Esa mujer (de quince años pero ya mujer), aquella prematura o primitiva Paula (que provocaría Pauliásis años después) era tan ajena a mis quince años como lo fueron muchas otras veces, muchas otras Paulas, éstas (en vez) diluidas en vino y licor.
Pero esa tarde hubo alfajor. Hubo lengua destrabando reliquias de chocolate en las muelas, mientras el dulzor se abrazaba al dolor que sólo se siente en el primer frío del único invierno del alma, que es a los quince. Los inviernos siguientes son tímidos ecos del primer desamor. Ese niño se codeó con su desalegría, y le ofreció un gran bocado de alfajor para calmarla. Y ésta, ruda estatua, no se calmó. “Así es el amor, urgente y hostil, un imán roedor que no tiene memoria”, dice una canción que compuso Atilio veinticuatro años después, cuando una Paula que no era ésta lo dejó porque sí. Ese buen verso vuelve cada vez que llega la tarde y alfajoreo.
¿Qué hizo? Frenó en un kiosco y compró un alfajor Suchard, soldado contra la melancolía, y se lo mandó a bodega caminando por una vereda a la que le habían crecido raíces. Esa mujer (de quince años pero ya mujer), aquella prematura o primitiva Paula (que provocaría Pauliásis años después) era tan ajena a mis quince años como lo fueron muchas otras veces, muchas otras Paulas, éstas (en vez) diluidas en vino y licor.
Pero esa tarde hubo alfajor. Hubo lengua destrabando reliquias de chocolate en las muelas, mientras el dulzor se abrazaba al dolor que sólo se siente en el primer frío del único invierno del alma, que es a los quince. Los inviernos siguientes son tímidos ecos del primer desamor. Ese niño se codeó con su desalegría, y le ofreció un gran bocado de alfajor para calmarla. Y ésta, ruda estatua, no se calmó. “Así es el amor, urgente y hostil, un imán roedor que no tiene memoria”, dice una canción que compuso Atilio veinticuatro años después, cuando una Paula que no era ésta lo dejó porque sí. Ese buen verso vuelve cada vez que llega la tarde y alfajoreo.