martes, 8 de mayo de 2007

Alfajórea Alegría.

Alfajórea alegría experimenté por un momento la tarde que salí de tu casa con quince años y el fin de agosto, sumada a la horrible certeza de que eras mujer y yo niño. Tu narcótica mirada azul, qué bien la recuerdo. Ese niño pequeño supo bien cómo combatir la profunda pena (que se justifica a esa edad, porque hablar de “profunda pena” más adelante es anacrónico; según ésta teoría, el amor más concentrado se experimenta en algún fragmento de los quince años, o bien acariciando una mascota; el resto es blasfemia, sacrilegio y exageración).

¿Qué hizo? Frenó en un kiosco y compró un alfajor Suchard, soldado contra la melancolía, y se lo mandó a bodega caminando por una vereda a la que le habían crecido raíces. Esa mujer (de quince años pero ya mujer), aquella prematura o primitiva Paula (que provocaría Pauliásis años después) era tan ajena a mis quince años como lo fueron muchas otras veces, muchas otras Paulas, éstas (en vez) diluidas en vino y licor.

Pero esa tarde hubo alfajor. Hubo lengua destrabando reliquias de chocolate en las muelas, mientras el dulzor se abrazaba al dolor que sólo se siente en el primer frío del único invierno del alma, que es a los quince. Los inviernos siguientes son tímidos ecos del primer desamor. Ese niño se codeó con su desalegría, y le ofreció un gran bocado de alfajor para calmarla. Y ésta, ruda estatua, no se calmó. “Así es el amor, urgente y hostil, un imán roedor que no tiene memoria”, dice una canción que compuso Atilio veinticuatro años después, cuando una Paula que no era ésta lo dejó porque sí. Ese buen verso vuelve cada vez que llega la tarde y alfajoreo.

Azar y Funes.

El mejor momento para abordar el cuento de Borges es precisamente éste, ya que no recuerdo demasiado bien los detalles. Entonces, me dispongo a hablar sobre la magnífica cualidad de Ireneo (recordar todas las imágenes con una minuciosidad tan intensa como la realidad) a medida que olvido los detalles e imágenes suscitadas al momento de la lectura. Creo que el mensaje borgiano se intensifica a medida que el lector olvida esos detalles, y con eso, con lo que le sobra, con lo que se le entreveró (por que pasó tiempo, porque pasaron trenes, hojas de lechuga, pasos sobre una vereda, el timbre del “2 A”, el profundo amor por una profesora) intenta hacer un comentario que se oye como a la distancia. Tal es así que éste texto -que comenta el original Funes, el Memorioso- es nada más que un eco apagándose en los bordes de la memoria, materia humana y febril.