domingo, 4 de febrero de 2007

Prodigio (III)

Cuenta la madre del niño (en adelante Kafka) que su profesora de lengua quedó sorprendida de su capacidad literaria. Cierta mañana, a la pregunta "Tomasito, de qué es tu composición del fin de semana", éste respondió: "se llama El Proceso, y es una descripción de la impotencia del hombre moderno que, acorralado en las esrtructuras y coportamientos impuestos por su sociedad, lleva una vida desgraciada y penosa. El final se lo debo, disculpe."
Su madre, orgullosa, le compró un helado.

Prodigio (II)

En cierto momento me acerqué al niño, quién muy ocupado dibujaba en su cuaderno. Dije: "¿te enseñaron a escribir en el colegio?" El niño respondió: "si, llevo publicadas algunas cositas, aunque lo mejorcito está todavía en la cocina y no creo que lo termine en vida. La vida de escritor es jodida y no te permite disfrutarla."

Prodigio (I)

Curioso es que a pesar de estar enterrado en Praga (Praga?), esté Kafka merodeando en el jardín de mi casa. La primera vez que lo vi sospeché que era él, a pesar de tener seis años. ¿Cómo lo noté? Fue fácil. Descubrí en él actitudes únicamente atribuibles a su condición de Kafka. Una noche, durante una cena familiar, el niño estuvo veinte minutos mirando un pedazo de carne que yacía en su plato. Un sábado a la tarde lo sorprendí en el piso de la cocina, mirando un lento rincón. Ayer permaneció inmóvil durante dos horas, sin hablar, mientras sus hermanos se metían en la pileta. Sin duda, se trataba de él.
Este mediodía, seguro de mi descubrimiento, encontré al niño debajo del limonero, admirando los frutos aún verdes. Mientras nosotros comíamos, el niño acercó un banco, estiró su pequeño brazo, y cosechó un limón. Desapareció con el fruto. Al rato volvió a aparecer con una pesa de un kilo. Con cuidado, aplastó el limón hasta ablandarlo. Después, se acercó a su madre (la madre de Kafka) y pidió un cuchillo. Se lo negaron, pero logró que un adulto abriera un orificio en un extremo del fruto. A pesar de estar verde, el jugo comenzó a salir por el agujero. La alegría de Kafka fue incontenible, yo lo sé, pero el niño apenas sonrió. Tomó asiento al lado de la pileta e introdujo varias veces el dedo gordo en el limón. Despejé todas mis dudas: el niño es Kafka.
Nada cambió en nuestra relación, más allás del hecho de tener al célebre literato viviendo en mi casa. Es demasiado niño como para hacer preguntas sobre su obra, pero no dudo que llegará el momento. Esta tarde, mientras comía helado, Kafka notó que lo estaba mirando y sonrió. Soy yo, dijo, con la cara manchada de chocolate. Para no incomodar a la familia, no dije nada.