jueves, 1 de marzo de 2007

Ingesta de Edificios Porteños

A veces sueño con ingerir los edificios de Buenos Aires. Son muchos, me molestan. Un psicólogo lo relacionó con la infancia, con la frustración de ir al kiosco a mirar; un amigo lo vincula con la desaparición (súbita, trágica) de los alfajores Suchard. Yo creo que es algo más bien natural, que no tiene nada de malo ver el edificio del Congreso -monumental, gris, feo- y tener ganas de comérmelo, ladrillo a ladrillo, empezando por Callao y Rivadavia, hasta que el monstruo seva desarmando, cayendo a la calle. Entonces, seguir comiendo, los pedazos de cúpula verde, las escaleras, los horribles arbustos; para condimentar, un poco de asfalto de Rivadavia, la bajada del Subte A, algún transeunte apetitoso. Mientras voy digiriendo el Congreso, pienso en otros edificios que me molestan, por nada en particular (no es una ingesta por temas políticos, sino una cuestión de arquitectura, de gustos personales, de lo que significa ver esos edificios portodos lados). Pienso en comerme el microcentro, ingerir la calle Florida, el Luna Park, comerme la nueve de Julio, semáforo a semáforo, saboreando sus veredas, comiéndome sus plazas. Y así se va vaciando buenos Aires, va pareciéndose a una aldea carcomida por mi apetito conquistador. Porque miro a mis costados y veo barcos guerreos, vikingos, medievales, repletos de mis soldados que me acompañan, hambrientos, a comerme Buenos Aires. El obelisco, la plaza de Mayo, Retiro, Palermo. Barrio por Barrio voy ingiriendo esquinas, infancias, plazas, puestos de choripanes, pancheros, taxistas. Eso, justo eso. Uno a uno todos los taxis, los colectivos llenos de gente, voy ingiriendo avenidas, bares, mujeres hermosas, ventanales de oficinas, computadoras.
No lo puedo explicar, es algo que sucede y yo lo respeto. Voy comiendo todo sin dejar nada atrás, como una langosta, una gran plaga de langostas delirantes con un apetito devastador.

Lluvia y Lloveósis

Lo cierto es que Atilio esperaba estos días como si fueran tesoros en el almanaque. No quisiera perderme ni un día de lluvia, decía. Su reclusión era pacífica. Se encerraba en su casa del Tigre, preparaba las frazadas si era invierno, se aprovisionaba, elegía los libros. Ayer, más de treinta años después, comprobé que Sosa, mi gata, durmió siete horas sobre un sillón, tapándose los ojos lagañosos con sus pezuñas. Atilio hacía algo parecido pero sin dormir tanto. Experimentaba. Decía observar cómo se sentía cuando llovía así, recluido de toda actividad salvo tomar mate y leer. Y mirar por la ventana. Él ya había emprendido su viaje literario. Su extrapolación. Yo intentaba seguirlo pero nunca pude hacerlo por completo. Quizá sólo muchos años después.
Un febrero llovió. Recordando a Atilio presté atención a los verdes, al mumurllo del agua que escapa, al olor a tierra mojada. Quisiera ser un poco más como Sosa (el gato) y como Atilio (el poeta) y hacer de un día de lluvia como éste una epifanía, y no sólo tecla tecla tecla.