lunes, 16 de abril de 2007

Intercambiabilidad de los días.

Cuando ya se tienen algunos años es posible identificar, a grandes rasgos, distintos tipos de domingos. Si uno tiene buena memoria (y ha nacido para la nostalgia) se preguntará qué pasaría si el domingo corriente pudiera ser sustituido por uno de antaño. El experimento duraría sólo veinticuatro horas; después, todo continuaría su curso. Entonces en vez de un River-Boca -poco interesante para mí- habría un amanecer en tu cama; en vez de la pasiva contemplación, las cinco cuadras hasta el cine de siempre; y sobre todo, en vez de una evocación simbólica, tu evocación concreta, tu tacto o mi tacto, el peso físico de tu mano real en vez de rememorar una caricia.

Atilio interpreta todo esto como una enfermedad crónica, como un terrible apego al tiempo pasado por su condición de inaccesible. Advierte en mi nostalgia un procedimiento caprichoso e infantil. Yo entiendo su punto, y lo hemos discutido mil veces. Sin embargo considero inútil evadir la manifestación de un recuerdo que puede convertirse en algo tan concreto como este desparramo de lunes en un rincón de Belgrano.

Sueño con intercambiar un día de la vida corriente por otro pasado, de mi juventud, cuando aún la piel se mantenía con firmeza sobre mi cara –una cara de muchacho joven que mira al mundo con ojos entornados. Y así volver a aquel desayuno que pudimos olvidar pero que mi memoria me regala, aunque hoy esté en Belgrano, aunque hoy sea un lunes que olvidaré, aunque evoque el pasado. Pero estoy tan convencido de que estamos hechos sólo de memoria, esa materia leve, que no me preocupa pensar, durante esta mañana (aunque ya son las dos de la tarde), en mañanas anteriores. Mi lectura del tiempo actual es una lectura en presente del pasado. Es lo único que puedo hacer durante el misterioso lapso vital que nos fue entregado, sin preguntar, sobre los brazos. Invito a la mortificante posibilidad de que este momento, fuera intercambiado por otro anterior.