viernes, 9 de marzo de 2007

CES (I)

Uno de sus delirios de joven fue la creación del Centro de Estudios Siniestros. Como Atilio era mi amigo, lo acompañé, aún sin estar seguro qué tramaba. Dijo que no me preocupara, que confiara en él. Mi respeto por el poeta era tan grande que acepté. Nos reunimos, pidió café, los taxis se apuraban por Callao. Quiero fundar un centro de estudios, dijo. Y empezó a hablar. Me convenció, pero no sé por qué.

El primer ensayo sería sobre iluminación. Se llamó: "Sobre comportamientos humanos e iluminación". Sería la primera publicación del CES, institución presidida por Atilio Fuentes -poeta de Tigre-, y cuyo vice-presidente fue su servidor, Álvarez Gómez.

Durante meses recorrimos hospitales, organizamos reuniones con parejas de recién casados, visitamos siete centros de salud mental, recorrimos parques e hicimos encuestas. La hipótesis de Atilio -en la que colaboré- sostiene lo siguiente: los contenidos del discurso humano son modificados por la calidad y cantidad de luz del ambiente. La idea no es nueva, sí los experimentos. Algunos de ellos fueron un poco morbosos. Relataré uno:

Atilio invitó a salir a una joven morocha que estaba enamorada de él. A él no le importaba esa mujer -decía- y justamente por eso era ideal para el experimento. Se subieron a un taxi en la Avenida Entre Ríos. El día era ideal: estaba nublado, eran las siete de la tarde, y el cielo parecía empezar a clarear. La mujer se había perfumado para ver a Atilio. Éste le prestaba algo de atención, pero estaba concentrado en su libreta (un cuaderno Gloria). La mujer se fascinó creyendo que Atilio se había inspirado por su presencia. Fingiendo componer versos, Atilio anotaba comentarios. Bajaron por Entre Ríos; la luz era tenue. Ella hablaba muchísimo (ideal para notar cambios de ánimo motivados por cambios lumínicos). Durante las seis cuadras hasta convertirse en Callao, con una luz tenue y apagada, la mujer habló de problemas laborales, amores pasados y conflictos familiares. Llegados al Café el Molino el mundo pareció abrir el diafragma y la calle se iluminó un poco. Automáticamente, ella dijo que le gustaba mucho el Congreso. Tres cuadras más abajo, llegando a Corrientes, una nube cubrió la escena y ella comentó que odiaba la ciudad porque estaba llena de gente. Pasando Córdoba un milagro despejó el Cielo de golpe, los objetos relucieron, las esperanzas emanaron hasta de los cordones. Ella dijo que estaba feliz de haber salido con Atilio. Cuatro cuadras más abajo, la luz brillaba sobre una antigua lluvia: ella lo abrazó y le agradeció ser tan buena con ella. Conocedor de la orientación solar, Atilio pidió al taxista tomar Las Heras, donde culminaría su experimento. Como esperaba, el cielo se había despejado, y el último sol de las siete de la tarde los cegaba de frente. Poseída, ella lo había abrazado y le susurraba cosas al oído. Los edificios parecían haberse alegrado, las últimas gotas de lluvia se secaban sobre los helechos de los balcones; los colectivos se adelantaban en una pacífica coreografía urbana. Ella perdió los estribos: te quiero, le dijo al poeta. Atilio anotaba todo en su libreta. Cegado por el sol de frente, sin poder disimular el efecto de la luz sobre sus propios sentimientos, reconoció en sí mismo que su hipótesis era cierta: la luz modifica el discurso, el diafragma del mundo define contenidos y palabras. Yo también te quiero, dijo, y lo decía de verdad.

Indicó al taxista que fuera hasta el Tigre. Cuando la plaza estuvo vacía, hicieron el amor sobre un banco del Puerto de Frutos, mirando el Río.