sábado, 7 de julio de 2007

Autocrítica.

Una vez critiqué un texto de un amigo con cierto cinismo, como si verdaderamente fuera el abanderado de alguna posible verdad sobre este oficio. Que sea sábado y haga frío no tiene mucho que ver con el tono de este texto, que ya que estamos queda clarísimo que hoy sí funcionaría como un diario –y no tanto como el azaroso arrojamiento de una reflexión más o menos atinada.

Cuando me toca reflexionar sobre este acto impotente lo hago con la sinceridad que merece, y ante todo hago públicas mis disculpas (que nade notará porque no aclaré demasiado cuál fue mi crítica). Pero es cierto que ciertos tonos literarios son más agradables que otros, que existen formas de escribir y así comunicar, y que a veces simplemente hay que esperar.

El texto de hoy funciona como pionono alrededor de una única y tímida idea: todo el que se sienta a escribir en algún momento reflexiona sobre ese hecho, sobre la voluntad –o manía- de la representación literaria. En otra conversación –que ya cité- recibí la crítica sobre si escribir conciente del acto de estar (mal o bien) representado una realidad que se transforma en texto era suficiente justificación (o razón) para escribir. La respuesta es no. La representación sin poética es sintaxis o farmacología.

Por lo tanto, si hoy (hace treinta años o ayer) cabe hacer una autocrítica, la hago pública y hasta disfruto de su inocente enunciación.

Ayer recorrí calles de San Telmo en su dudoso límite con la Boca. Su recuerdo ya es texto. Algo le ha sucedido a esa calle. No está perdida, se puede volver. Pero la vuelta es difusa.