lunes, 30 de abril de 2007

Acotación sobre el texto anterior

Y como escribir es una especie de rebote de goma, una aleteo palomil, apenas aparece esa voluntad exquisita y esquiva no quedan opciones. Allí, en ese momento providencial y oculto, hay que anotar. Anotar es como pasar un lampazo, es igual que desengrasar una sartén; con la diferencia que más adelante se pueden leer esas anotaciones, que tienen alguna permanencia. La vida literaria entendida como un mundo privado, un jardín cuidado donde vivir sin problema, es algo bello. La sensación más placentera y quieta, algo irracional y magnífico que a veces existe y otras desexiste. Entonces escribir es ante todo pluma, garra de ave, rapiña, papeleo y observación, un dejo de observador clínico, cínico, amable o irrespetuoso. Y la sensación, así como llega, se retira implacable, corriendo como lagartijas espantadas. Y es completamente absurdo ir detrás de ellas. Esa es la sensación que nos puede abandonar por apoyar mal un vaso en una mesa, por cruzar un poste de luz por la derecha o la izquierda (dependiendo de la supertición), o por no sumar los números de un boleto de subte. Y si eso se va, entonces ojalá que haya buenos textos escritos en el pasado para exclamar con placer, diciendo "esto es lo que he perdido, éste el jardín que se me fue", y volver momentáneamente al rugoso laberinto de mi literatura privada, ajena al resto, hermética y bonita, pajaril y fresca.

Vociferaciones Atílicas

Atilio decía más o menos esto. No escribir a menos que exista una razón fundamental. No escribir porque es lindo o entretenido, o porque hay lectores, o por alguna obligación impuesta. Antes todo, decía Atilio, escribir es manifestarse, y a no ser que fuera imperativo o necesario, recomienda no manifestar demasiado. Lo considera soberbio: ¿por qué alguien debería decir algo siempre? ¿Con qué tupé una persona se arroga la labor de interpretar y escupir esa interpretación a los demás. No a la demagogia de gargajo. No a la escupida sintáctica. Atilio pasó muchos años de silencio, abocado a la no escritura de sus ideas, a la maduración, a la calma. Escribir es anárquico y anarquizante. Escribir enloquece, aturde. Obnubila. No siempre hay que escribir. Eso dijo Atilio, eso le entendí después de muchos años de amistad y de camino juntos.
La diferencia entre él y yo es que en mis momentos de confusión he seguido escribiendo, dando a luz a las peores masacres literarias. Mientras él, cuando perdía el rumbo, cebaba mate tranquilo. Allí radica la diferencia entre él, Poeta de Tigre, y yo, su servidor, Álvarez Gómez.