miércoles, 2 de mayo de 2007

La Reina.

Dejaste de aparecer, y te hablo a vos, ferviente imagen, cálido aleteo. Tan típico de ustedes, imágenes de la noche, proletarias de la imaginación, que gozan de sutil autonomía para que un hombre solitario sienta la dicha, ácido ruido del alma. Insisto, no puede ser que una mujer, no puede ser que tu talón, tu taco nunca visto, nunca oído, tenga el poder de abrirme el pecho y sentir fatiga. Yo, que no te conozco, ya te amo. Suficiente razón para sospechar de mi amor, de las palabras que lo aluden, de la voluntad de representación. Y si estiro un poco más el modesto razonamiento, puedo decir que escribo para creer en estas cosas, y también que creo en la ansiedad de la desnudez para poder anotarla. De ida o de vuelta del cuaderno existe un profundo amor. Un amor verdadero que no ama a ninguna mujer, que ama la mentira. La más bella mentira, la princesa de la impostura, la única que reina en las almas. La ficción.

Combinaciones (1950´s)

Fue hace tantos años que no recuerdo muy bien, o quizá por esa misma razón recuerde con más intensidad (una bufanda verde, el frío de Julio, arena) los detalles menos evidentes pero más significativos. A fin de cuentas, los recuerdos devienen enumeraciones: el muelle sobre un mar frío, la isla, un crepúsculo apurado, mi juventud o quizá ni eso. Yo era un niño, eso lo recuerdo bien.

Por error entré al hotel, el derroche de luces y sillones, los salones vacíos por la temporada baja. Y por eso, allá lejos, el hombre en el piano que había pedido permiso a un barman dormido y tras mínimas gestiones sacaba uno atrás de otro íconos de rock nacional y del mundo. Y allí abajo, arrulladas por la música y las vacaciones, dos seguidoras solitarias en sillones individuales, enroscadas como mascotas.

Con poca vergüenza me acerqué y encontré un lugar entre el pianista y las dos mujeres. Ya lo intuía en ese primitivo entonces: ciertas combinaciones se traducen indefectiblemente en amor, sea éste lo que Dios quiera. Por aquel entonces: el piano de cola, el susurro afinado de una de ellas, el frío, la eterna vacación, los quince años, el tiempo de sobra y mi proverbial melancolía fueron suficiente excusa para caer rendido. Es que el amor a los quince años es terrible.

Y así, con frío y timidez fui midiendo las palabras para forzar un diálogo con esa mujer. Ella no tenía más de quince años, pero a veces es cuestión de ángulos. Inclinaba su cabeza hacia arriba, miraba entornando con ojos azules; encendía cigarrillos Nevada encogiendo la cara por el humo. Tan niña, tan pequeña y absoluta, esa infantil figura de quince años.

A esa edad el amor no resiste reflexiones. Estacional y perfecto, atroz y estomacal. Se manifiesta solo y no necesita poesía ni palabras. Un amor musical que perece con el tiempo. Recuerdo un sweater blanco, el perfume que usaba para aumentarme la edad, mi rotunda niñez.

Fue así que a los quince años amé a una niña que ya era mujer.