viernes, 30 de marzo de 2007

El Panadero Anarquista

No es exactamente un panadero ni técnicamente anarquista. El señor de la esquina de Ciudad de la Paz y Céspedes tiene la particularidad de desalentar a sus clientes. Con flacas palabras les quita con minuciosidad de calendario las ganas de vivir. De esta manera atiende su local de comidas naturales, y entre tartas de berenjena, milanesas de soja y bolsas de gluten está él, canoso y jodido.

Es un típico sujeto conciente de vivir en tiempos peores, cuyas camisas se destiñeron, cuyas mujeres engordaron, y cuyas ideas se refutaron. Sus momentos de gozo se remiten –por lo que escuché- a placeres gastronómicos: “los sánguches de lomo me pueden.” Aunque la comida también se convirtió en un cambalache reminiscente: “después de tantos años uno no sabe qué comer.”

El panadero tiene pensamientos sobre el arte culinario: “para cocinar tenés que tener tiempo. La cocina es un lugar para inventar.” Aunque el hastío parece haberlo vuelto ocre. Disfruta vendiendo semillas de girasol, come asado una vez al año, y arguye que instaló su local de comidas naturales porque se cansó de las tres opciones porteñas: pizza, empanada y milanesa.

Cada vez que salgo de ese local algo mío queda adentro. La amargura me revolotea dos o tres horas como mosquitos ansiosos. Y mientras enrollo los penosos fideos que este hombre cocina con solemnidad, su tremenda desalegría se adentra en mi estómago y me agruta el pecho.

Conversación con señorita II (1962)

Ese mismo año:

Álvarez Gómez: Cómo llueve.
Paula: Si.

Veinte minutos después.

AG: Cuando llueve pienso en usted.
P: No me mienta, Gómez.

jueves, 29 de marzo de 2007

Conversación con señorita (1962)

Hace muchos años ocurrió en Buenos Aires la siguiente conversación. Yo era un joven que recién descubría la literatura y el rock; la señorita, una muchacha de vestidos extraños y hábitos heterodoxos.

Una tarde en un café

Álvarez Gómez: ¿Y si dormimos juntos?
Señorita: No.

Dos días después, en el Tigre.

AG: Estuve pensando, ¿por qué no se acuesta conmigo esta noche?
S: No. Ni loca.

Al día siguiente, en Corrientes y Suipacha.

AG: Paula…
P: No.

Ese sábado, a las 7 de la tarde.

AG: Paula, quería invitarla a cenar.
P: ¿Cuándo?
AG: Esta noche.
P: No puedo.

Ese sábado, en el restaurante.

AG: ¿Por qué no vamos a un lugar más tranquilo, Paula?
P: ¿Le parece? ¿Para qué?
AG: Para poder hablar más cómodos.
P: ¿Está incómodo acaso?
AG: No, no.
P: Yo estoy bien acá.

Más tarde, en un rincón oscuro de un bar.

AG: ¿Qué quiere tomar, Paula?
P: Nada.
AG: Vamos, acompáñeme con una copa de algo.
P: No tomo alcohol.

Una hora después, en el mismo bar. Dos botellas de vino tinto sobre la mesa.

AG: ¿Pedimos otra?
P: Le dije que no tomo.
AG: Pero el vino le queda tan bien.
P: ¿Si? Bueno, pida otra.

Tres de la mañana, en la puerta del bar.

AG: ¿La acopaño a su casa?
P: No.

Tres y veinte, en la puerta de la casa de Paula.

AG: Estaba pensando que quizá…
P: Hasta mañana, Gómez. Gracias por acompañarme.

miércoles, 28 de marzo de 2007

Guión.

Un amigo guonista me pasó esto hace unos cuántos años. La escena no es gran cosa, aunque sí la actitud de la mujer, la que ríe última, la que ríe por lo bajo. Lo transcribo.

“Miradas”

Escena 1. Calle desierta. Exterior. Noche.

Martín (25) dobla una esquina. Camina solo y distraído por una oscura calle de adoquines. Viste una remera y un pantalón. No está apurado. El rechinar de los frenos de un automóvil llama su atención. Martín levanta la vista. En la esquina opuesta está el automóvil detenido. Su conductor recibe el dinero de la pasajera y la mira bajarse del auto y salir caminando. Es una mujer joven, de menos de treinta años, vestida con informal sensualidad: una pollera negra, zapatillas, una remera blanca y un chal celeste. Mientras camina -por la misma vereda por la que sube Martín- revuelve una pequeña cartera y saca un paquete de cigarrillos y un encendedor. Realiza todos sus movimientos con aires de seguridad. Parece estar mirando alrededor con grandeza. Ya un poco más cerca, Martín advierte a la desconocida aproximándose. Sin darse cuenta se mete las manos en los bolsillos, inclina apenas la cabeza en dirección al suelo y la vuelve a levantar gradualmente. Sus movimientos son moderados y sutiles. Ella sigue su rumbo y parece no haber advertido a la figura que camina por la misma vereda. Justo antes de cruzarse, ella se detiene a encender el cigarrillo que llevaba en la mano. Martín la mira directo a la cara mientras ella forcejea con el encendedor que parece funcionar mal. Pasa de largo. Hace unos pasos y se da vuelta: ella sigue detenida, mirando en la otra dirección, intentando encender un cigarrillo con un encendedor que no funciona. Después de mirarla un segundo, Martín retoma su rumbo por la calle solitaria. Inmediatamente después, sin haber encendido el cigarrillo, ella se da vuelta para mirarlo. Martín se aleja por la calle caminando; ella lo mira detenida. Enciende el cigarrillo en el primer intento, da una pitada, se da vuelta y sigue su rumbo.

Brisa de Verano.

En una de sus Aguafuertes Porteñas, Arlt dice que estaba por decir algo hasta que lo distrajo una tibia brisa de verano. Álvarez Gómez, una mañana de Belgrano y adoquín, estaba por decir algo de las brisas de verano que ya se han ido hasta que se distrajo por una tibia brisa de Roberto Arlt. Como dice el maestro, es imposible conocer una ciudad sin vagar por sus calles con los ojos abiertos, otorgándole al acto de vagar la importacia sociológica que merece. Lo anecdótico sería que antes de vagar por la ciudad sería bueno vagar por las páginas de Arlt, con la importancia que merece semejante vagabundeo literario.
Hay una gran confusión entre imitación y plagio. Quién crea que imitar o intentar recrear con la propia sustancia una obra o un autor es plagiar, jamás aprenderá a poner una palabra detrás de otra.

lunes, 26 de marzo de 2007

3 pm (continuación de lo anterior)

Son las tres de la tarde. Comí en la única mesa de una rotisería belgranense donde entró un señor y pidió lo mismo que yo. Caminé pocas cuadras por el barrio. Noté que había salido el sol, que la lluvia era de ayer.
Somos lapsos, dice Álvarez Gómez, y la verdadera sabiduría la tienen los árboles, las viejas de barrio, las paradas de bondi; la sabiduría es sabiduría de raviol, vapor de domingo. Todo el resto sobra, todo el resto es mentira, confección, modernidad.

Epifanía de vieja en la esquina.


No son muchos los días en que todos los secretos de la vida se manifiestan en cómo drena el agua caliente entre la yerba de un mate que una viejita sostiene en la vereda de su casa. Y esa señora, que en su vida hizo poco más que tener hijos y revolver ravioles, siempre tuvo razón; razón que ostenta en momentos de la vida de otro. Porque aunque ella lo dijo más feo, más seco y sin entusiasmo, la señora aquella estaba en lo cierto. Como todas las viejas que hablan de la salud con desalegría de vereda. Ellas son reveladoras de la verdad, y entre sus manos drena el agua en el mate epifánico. Somos lapsos, y durante ese lapso somos más o menos desalegres, con una conciencia más o menos aguda de ello, más o menos preocupada por vencer el hecho sofocante de vivir sólo por un tiempo. Y durante el lapso, el terror frío de conocer que la conciencia es una duración, que somos ante todo limitación y encuadre. Somos un lapso durante el cual podemos o no reconocerlo, pero la vijita aquella, que en una esquina eterna rezonga tomando mate, esa señora que es promedio de las señoras y la vejez, ella siempre estuvo en lo cierto, siempre tuvo razón. A su salud, entonces.

domingo, 25 de marzo de 2007

Moderador de alegría.

Aparecí con el apuro que caracterizó mis años de juventud: una camisa blanca, un saco que todavía tengo, un cigarrillo (quizá fumaba, quizá no), los pasos apurados del que tiene noticias en el buche. Atilio esperaba. Era joven, sí, pero ya había emprendido su viaje. Llegar a Atilio era como espiar con binoculares una costa distante.

Llegué. Atilio sonrió, quizá ya sabía todo. Hay noticias que se comunican con una manera de caminar, con una mueca nueva. Y cuando se trataba de una mujer, Atilio ya sabía todo. Y era imposible hablarle, porque se adelantaba. ¿Qué hacía? Cebaba un mate sabio. Hacía la pausa. Yo debía entender, debía ponerle una coma a todo eso.

¿No entendías, Atilio, que no siempre tenía el ánimo para interpretar tus alegorías? Quizá esa mañana de marzo, por aquellos años, esperaba algo así como una arenga, o bien su interés manifestado en una palmadita amigable. En vez encontré las escasas palabras de un hombre maduro, sabio, que hablaba del amor. Que hablaba de la mujer, y decía que embocar fervores era una cosa sutilísima, imposible. Y yo, un joven Álvarez Gómez, debía entender.
La mujer era Paula, Atilio, qué esperabas.

viernes, 23 de marzo de 2007

Con quién comer

Sucedió un viernes parecido a éste (aunque los viernes, a pesar de los tiempos, tienden a un único viernes), que llegado el mediodía no tenía con quién comer. Sobrellevé la aparente tragedia. En una esquina de Belgrano, en la pizzería "Mi Matute", adquirí dos de carne y dos de queso y cebolla, que mastiqué caminando por Amenabar. Llegando a una esquina, fui feliz, en parte por el queso fundido, en parte no sé. Encontré un escalón cómodo y me senté con la espalda recta sobre la pared, a que mi estómago continuara con la festividad de la digestión. En total duró no mucho más de veinte minutos.

miércoles, 21 de marzo de 2007

Llanto de Atilio

Siempre se lo veía tranquilo, fumaba en pipa, siempre miraba más allá, como si sus ojos sólo estuvieran hechos para concebir paisajes. No las nimiedades de la vida, el paquete de cigarrillos, el cinturón, una birome. Él parecía enfocar lo majestuoso. Hablo de Atilio, claro.

Y como tantas veces, le pregunté qué hacer cuando una mujer se convierte en razón de algo, en alegría. Atilio tenía la respuesta, como siempre. Dijo algo sobre la trivialidad del amor, adujo que el amor así concebido es egoísta, que había que mirar mucho más allá de la mujer e intentar divisar, entre la bruma, al verdadero amor. Yo escuché con atención, pero no entendí una palabra. Repetí que pensaba mucho en una mujer, que se había convertido en la alegría misma, en una especie de primavera. Sin mirarme dijo que era un estúpido, que la primavera era todas las mujeres, no una sola, y que si amaba sólo la primavera entonces estaría desamparado el resto de los meses del año. Lo miré con atención, pero tampoco había entendido palabra.

Hablar con Atilio era así. Yo lo he visto llorar por una mujer maltrecha que lo amó mal, que lo abandonó después de probar su alquimia, que no dijo palabra y jamás reapareció. Recuerdo que esos días Atilio se comía las uñas, desesperado, sin entender qué era lo que había dejado de sí mismo en esa mujer para llorarla como se llora el fin de febrero. Sé que de un día para otro se recuperó como quién digiere un engaño, y después de varios desencuentros como ese su vínculo con las mujeres cambió. Comenzó a amarlas desde su propia lejanía, desde sus costas, y de cuando en cuando permitía que una de ellas se acercara hasta las orillas de Atilio, donde él bajaría a mirarla caminar. Pero nunca más allá de eso, nunca tierra adentro, jamás pasaba con una mujer un centímetro más adentro que eso.

Parecía estar inmensamente feliz con su decisión, y en adelant sus consejos se volvieron tan alegóricos que fue imposible entenderlo o siquiera hacerle caso.

Emigración

Cierta vez, en mi juventud, emigré. Los éxodos transforman las baldosas, las cúpulas verdes, los muros que parecen cárceles se erigen con majestuosidad. La pizzería de la esquina cobra aires de museo, las luces sobre Callao parecen encenderse en una delicada coreografía que declina hacia la noche y el rumor de los cines de Corrientes, las librerías, los bares donde la gente va a descansar y emborracharse después de días más o menos desalegres.
La transformación operó, fue ajena a mí, y muchos años después todavía me vienen las alfombras, la bombilla de un mate puntano, mi cara de joven asustado esperando en una silla, el asombro al salir de la boca del subte y sentir que Rivadavia era capaz de aplastarme.
La salida de un barrio es eso, es la súbita impresión de no caminar más por Avenida de Mayo hasta 9 de Julio, o al menos no en enero, con un sol bueno en la espalda de una mujer acuarela. Así y todo, muchos años después rememoro al gordo vendedor de pósters de Gardel y Evita, ese edificio abandonado por el que salía un aire de lápida, las novedades del Cine Gaumont, la ronca suciedad de las veredas, el ruido, el edificio del Congreso, la entrada señorial de Callao 25, el ascensor antiguo, esa pesada puerta de madera.

lunes, 19 de marzo de 2007

En la Costa del Plata

Detrás, la Reina. Y en estas orillas sucias de urbanidad, montones de domingueros más o menos felices, más o menos aficionados a la pesca y actividades de tiempo libre. Dominguera es una ceremonia que incluye termos de colores, sillas playeras, camionetas con capacidad de almacenamiento, tías, abuelas, rememoraciones ejemplares, la radio comentando algún partido que está por empezar. Lo interesante es creer que por andar por la orilla de lo que fuera el Balneario Anchorena –hoy sucio, muy sucio- voy a poder escribir una aguafuerte martinense. Pido disculpas, pero creer que uno es escritor es el primer paso para serlo de verdad, aunque ello implique la posterior manufactura de algo parecido a la literatura.

Caminar entre la gente con la certeza de no ser Roberto Arlt no es tan malo como parece. La veneración respetuosa de ciertos autores es una actitud noble. Así caminé una tarde de mi juventud, mirando cómo a pesar de la roña los chicos se bañaban en las costas del Plata, un río con aspiraciones marinas que los europeas no conciben, que días como ayer está diáfano y parece puro. Y que sobre ciertos atardeceres se vuelve de aluminio bajo cielos rojizos.

Por lo visto, se puede mitigar con éxito la desalegría, aún entre botellas de plástico y bolsas de supermercado, aún entre la incestuosa yunta de desechos naturales y fabricados que le da a estas costas un aire de patio de una gran fábrica.

sábado, 17 de marzo de 2007

Llovía.

No responde a un deseo demasiado sofisticado, es más bien un adueñarse o una obstinación. Despertar y decir: no voy a olvidar jamás, ninguno de los movimientos, ninguna de las palabras con la que cada uno se narra a sí mismo y a su entorno. Ni cómo los hielos flotaban en mi vaso y a veces chocaban contra el límite de cristal. Responde a una certeza, no soy Borges, no soy Ireneo Funes, soy sólo Álvarez Gómez combatiendo contra las limitaciones de la memoria, las secas embestidas del tiempo que de apoco se va llevando cosas, los gestos más pequeños, las veces que levanté una cuchara para endulzar un té, una vez que abrí una canilla y tomé agua a los seis años, haberme atado los cordones en un partido de fútbol. La memoria funciona así, con paciencia geológica, desvinculándose de todas las cosas, siempre y cuando no se le haga resistencia. Entonces esto responde a querer conservar los restos de tiempo que ya no nos pertenecen sino a través de su evocación tardía, a través de ésto –el texto- o a través del café de mañana cuando en la renovación de tus gestos –cuando pruebes el café, cuando lo revuelvas, cuando mires un poco de costado a un perro- yo retenga los gestos que ya son de anoche, que ya se nos han desprendido, que ya son de lo vasto.

Me olvidaba, casualmente, de un detalle que por haber salido el sol no mencioné. Cómo llovía, cómo llovió, cómo una calle ancha y vacía.

jueves, 15 de marzo de 2007

El fuego de Rómulo Ornamenti

Desquiciado quién sabe por qué -recuerden que este hombre jamás reconoció ni una sola de sus emociones- Rómulo consiguió un gran bidón, compró nafta, y salió a recorrer Buenos Aires. Por un odio inexplicable, quemó la entrada del Congreso Nacional; fue a Plaza Francia y quemó dos bancos; dio fuego al estante de literatura latinoamericana de una librería coqueta; quemó a la mzoa de un bar; incendió un Taunus 89; quemó un ombú de 600 años, dos semáforos, el Hotel Alvear. Fue a Almagro y quemó un videoclub, una pizzería y un teléfono público. En San Telmo quemó fragmentos empredrados de la calle Chile. En constitución corrió, porque la policía ya estaba advertida. Fue hasta el Tigre, quemó el banco de Atilio, que trataba de calmarlo, y ofendido por la inmutable paz de éste, le quemó la única camisa al poeta. Quemó al diariero, al vendedor de manzanas acarameladas, a la fábrica de mimbre (que ardió con dignidad). Refueló (verbo que aprendió leyendo el diario), y fue hasta el tren, donde quemó seis vagones, dos polleras cortas, una corbata, el Diario La razón, una ventana, una novela de Kafka que un pasajero intentaba leer entre las llamas, y un cuaderno Gloria que había en el piso. Quemó lo molinetes, un reloj antiguo, una panchería. Quemó al chofer del 37, una de sus ruedas, un kiosco de diarios. Antes de que se le acabara de nuevo el combustible, la policía lo sorprendió quemando un puesto de flores. Lo curioso es que antes de iniciar el fuego, pidió al florista que le armara un ramo muy particular (eso leí en la crónica policial). Sospecho que ese dato habla del pasado de Rómulo, de alguna mujer a la que supo munir de flores exóticas. Antes de quemar el ramo, tomado de los codos con violencia, Rómulo fue arrestado.

miércoles, 14 de marzo de 2007

(14 de marzo)

Quiero decir algo sobre esta tarde, cuando sobre Buenos Aires se tendió una sábana agujerada de luces rojas, donde un puente horrible era un pasadizo, donde hubo un arcoiris que los edificios parecían mirar. Atilio tenía razón, poeta pacífico, todo es cuestión de luces, de horas del día. La vida es ante todo unas cuántas horas, y esta tarde durante un tiempo las luces brillaban sobre la lluvia que caía, una bruma mágica, caía la magia sobre la última Buenos Aires del 14 de marzo. Nunca más un catorce de marzo como el de esta tarde, nunca más esa luz. Ya se fue, ya son horas que algunos notaron y otros ni siquiera.

martes, 13 de marzo de 2007

Esta noche larga.

¿Balada para un loco la escribieron para mí, Atilio? Decíme, Atilio, ¿por qué no me avisaste? Cómo no vas a adevertirme, Atilio, que la locura era nada más que ésta falta de razones. Atilio, Atilio, vení, hablame, no te vayas. Dejá de contemplar el mundo y recordá que al lado tuyo hay humanos que tienen cosas por resolver. Me dijiste que amara, Atilio, me dijiste que podía caminar tranquilo que total, total todo siempre terminaba bien. Pero no dijiste nada de esto Atilio, de la noche, de la espera, de los tangos canturreados entre paredes. Nunca mencionaste las mañans apuradas, la voz de Goyeneche tapandome la boca a mí, tu amigo desaforado. Atilio, odio tu paz, odio tu Río, odio tus respuesta malditas, tu sabiduría idiota. Tus ejemplos, tu tranquilidad. Me dejaste Atilio, me dejaste y te grité que te quedaras. Te fuiste Atilio, me viste perder la razón y vos seguías con ejemplos, con explicaciones pausadas. No hay más lugar para las pausas y las comas, Atilio, Poeta de Tigre, todos tus versos son una mentira fuera de tu aura. A mi no me sirven. Odio tus libros, tu prosa. No existe. Lo único que existe es esta noche larga. ¿Atilio, dónde estás, hermano?

Asistencia de Atilio

Por aquel verano -ya era marzo, danzaban mosquitos y las últimas luces del calor- Atilio y yo íbamos a un mismo bar, a la misma hora. Nos encontrábamos y todo parecía una casualidad, y encontrarse era whisky con hielo, la barra, el saludo mínimo del dueño, la aparición de la mujer aroma. Sucedía con precisión matemática, noche tras noche, pero parecía tan casual. Era marzo, el último verano precipitándose hacia el junio eterno. Esa noche, como todas, allí estaba la mujer de boca maldita.
El ron me había impedido la palabra. Atilio notó con maestría mi dificultad hilvanatoria y se acercó a ella. Alcancé a oír: "tus ojos munen de verde la imaginación de mi compañero." Ella estiró las cejas, dio un trago rápido y sentenció su vaso sobre la barra. Caminó hacia mí, me enfrentó, me llevó a su departamento. Nunca lo olvidé Atilio, gracias.

lunes, 12 de marzo de 2007

Atilio: capacidades amatorias

Que sea poeta, que pase largas horas de contemplación. Que reflexione, cebe mate, tome largos paseos. Que se siente en un café, sin lápiz, sin papel. Todo esto aporta a que Atilio haya sido -porque su juventud fue notoria- un amante sensacional.

Ante todo fue un hombre reservado porque ni los amigos se enteraban de sus aventuras. Pero este hombre silencioso, preciso, se dejaba acompañar por las damas sin la menor preocupación. Supongo que en un principio lo envidié. Después, aprendí mucho de él. Sabía bailar, y eso a las mujeres las volvía locas. Cuando él bailaba, yo me quedaba recostado sobre una barra y una copa medio llena, e intetaba completar con palabras lo que el cuerpo necesita decir con movimientos. Tarea imposible, pero con la cual tampoco me faltó compañía. La juventud se fue como una pesada roca que cae de un barco, pero de la cual -a diferencia de la roca- todavía quedan algunos rastros.

domingo, 11 de marzo de 2007

Prodigio (IV)

Los domingos de sol que los niños no desalegres destinan a jugar con bolitas de barro o figuritas, Franz los dedica a una de sus prácticas preferidas. El juego tiene algo de nostálgico y de verdugo, combinación que el niño Kafka disfruta con deleite. El domingo que lo descubrí por primera vez me sorprendí, aunque todo es cuestión de acostumbrarse.

El niño hace más o menos lo siguiente. Toma una cantidad de hielos (sus prisioneros), espera que den las dos y cuarto de la tarde, y se sienta en el piso justo sobre una rejilla que cubre un desag. El calor de marzo y el sol cenital calientan la rejilla. Franz colocaa sus prisioneros, y los mira en su agonía de deshielo. El derretimiento se da con lentitud, una muerte pausada que él observa y por la que quizá también sufra un poco. Los hielos se contornean, patinan hacia fuera de la rejilla, a lo que el niño Franz reacciona con un palito u otro elemento para comodar a sus prisioneros sobre la rejilla caliente. El hielo pierde su hielitud, su vital hieleza da lugar a unas gotas de agua que parecen siempre pocas, siempre de menos, y que además pronto se evaporan. Kafka, de seis años, siente algo espantoso al ver desaparecer a sus prisioneros; cuando ya son sólo una vieja idea, los extraña con toda su potente alma de niño desalegre. Añora tanto la desaparición como la vida, y no entiende bien por qué. Cuando observa que la evaporación es irreparable, recuerda la solidez de aquellos hielos antiguos, reflexiona sobre el tiempo e inclina la cabeza hacia abajo.
Y así se va a jugar con sus hermanitos -niños alegres y despreocupados- pensando en los hielos perdidos, en su antigua hieleza, en cómo hará para asumir el pasado y enfrentar el porvenir.

viernes, 9 de marzo de 2007

CES (I)

Uno de sus delirios de joven fue la creación del Centro de Estudios Siniestros. Como Atilio era mi amigo, lo acompañé, aún sin estar seguro qué tramaba. Dijo que no me preocupara, que confiara en él. Mi respeto por el poeta era tan grande que acepté. Nos reunimos, pidió café, los taxis se apuraban por Callao. Quiero fundar un centro de estudios, dijo. Y empezó a hablar. Me convenció, pero no sé por qué.

El primer ensayo sería sobre iluminación. Se llamó: "Sobre comportamientos humanos e iluminación". Sería la primera publicación del CES, institución presidida por Atilio Fuentes -poeta de Tigre-, y cuyo vice-presidente fue su servidor, Álvarez Gómez.

Durante meses recorrimos hospitales, organizamos reuniones con parejas de recién casados, visitamos siete centros de salud mental, recorrimos parques e hicimos encuestas. La hipótesis de Atilio -en la que colaboré- sostiene lo siguiente: los contenidos del discurso humano son modificados por la calidad y cantidad de luz del ambiente. La idea no es nueva, sí los experimentos. Algunos de ellos fueron un poco morbosos. Relataré uno:

Atilio invitó a salir a una joven morocha que estaba enamorada de él. A él no le importaba esa mujer -decía- y justamente por eso era ideal para el experimento. Se subieron a un taxi en la Avenida Entre Ríos. El día era ideal: estaba nublado, eran las siete de la tarde, y el cielo parecía empezar a clarear. La mujer se había perfumado para ver a Atilio. Éste le prestaba algo de atención, pero estaba concentrado en su libreta (un cuaderno Gloria). La mujer se fascinó creyendo que Atilio se había inspirado por su presencia. Fingiendo componer versos, Atilio anotaba comentarios. Bajaron por Entre Ríos; la luz era tenue. Ella hablaba muchísimo (ideal para notar cambios de ánimo motivados por cambios lumínicos). Durante las seis cuadras hasta convertirse en Callao, con una luz tenue y apagada, la mujer habló de problemas laborales, amores pasados y conflictos familiares. Llegados al Café el Molino el mundo pareció abrir el diafragma y la calle se iluminó un poco. Automáticamente, ella dijo que le gustaba mucho el Congreso. Tres cuadras más abajo, llegando a Corrientes, una nube cubrió la escena y ella comentó que odiaba la ciudad porque estaba llena de gente. Pasando Córdoba un milagro despejó el Cielo de golpe, los objetos relucieron, las esperanzas emanaron hasta de los cordones. Ella dijo que estaba feliz de haber salido con Atilio. Cuatro cuadras más abajo, la luz brillaba sobre una antigua lluvia: ella lo abrazó y le agradeció ser tan buena con ella. Conocedor de la orientación solar, Atilio pidió al taxista tomar Las Heras, donde culminaría su experimento. Como esperaba, el cielo se había despejado, y el último sol de las siete de la tarde los cegaba de frente. Poseída, ella lo había abrazado y le susurraba cosas al oído. Los edificios parecían haberse alegrado, las últimas gotas de lluvia se secaban sobre los helechos de los balcones; los colectivos se adelantaban en una pacífica coreografía urbana. Ella perdió los estribos: te quiero, le dijo al poeta. Atilio anotaba todo en su libreta. Cegado por el sol de frente, sin poder disimular el efecto de la luz sobre sus propios sentimientos, reconoció en sí mismo que su hipótesis era cierta: la luz modifica el discurso, el diafragma del mundo define contenidos y palabras. Yo también te quiero, dijo, y lo decía de verdad.

Indicó al taxista que fuera hasta el Tigre. Cuando la plaza estuvo vacía, hicieron el amor sobre un banco del Puerto de Frutos, mirando el Río.

miércoles, 7 de marzo de 2007

Atrocidad

Tenía que ser joven, pienso ahora, porque esas cosas sólo suceden cuando la piel aún es firme, ajena a los años. Los años se acumulan, que ridícula fantasía, pero es cierto y tuve que aceptarlo. Sin embargo, cuando mi piel era firme y suave, cuando tenía una barba de joven irrespetuoso y merodeaba por la ciudad entrando y saliendo de universidades, así fue que cometí la atrocidad.

La atrocidad fue creer que una mujer me salvaría, que una mujer sería un parque, la armonía. Una música o un higo. Piel de níspero. Que un susurro, que un cantar ( "tu risa leve que es como un cantar"). Los viejos tenemos una ventaja generacional -que algunos jóvenes también disfrutan-: poder recurrir a Gardel. Ante la duda, Gardel. ¿Será esta la mujer que busco? Gardel. ¿No me romperá el alma? Gardel. ¿La invito a salir? Gardel. Ahora, ¿qué le digo? Gardel. Esa primera tarde que la deseé, esa primera tarde que sentí que estar con ella era preferible a verla irse, esa tarde. Gardel. Y Gardel dijo, como dice él: "acaricia mi ensueño, el suave murmullo de tu suspirar". Y el señor tenía razón, su voz infalible, su poesía de higo y níspero esta ahí, a mi modesto alcance. Y yo deseé a esa mujer a partir de ese momento. "Como ríe la vida si tus ojos negros me quieren mirar", ¿qué pasa con este señor que hoy me lee la mente, como la vino leyendo cada vez que miré a una mujer dos veces?
Este no es un delirio gardeliano. Sólo que este señor dijo unas palabras y las cantó. En mi juventud, yo miré a una mujer cuyos ojos negros. No me quieren mirar. ¡Salud, bendita nostalgia!

Epifanía asfáltica

Cuando la caida era inminente, el niño miró al piso, puso las manos, y cerró los ojos. La barranca le arrancó cachos de piel, el asfalto lo hirió, y tuvo un golpe en la cabeza. Minutos antes pensaba en otra cosa, en sus treinta años (la odiosa treintena). Lastimado, se puso de pie. El golpe no lo había atontado como esperaba. Estaba ensangrentado pero conciente. (verifiquen la ortografía de la conciencia, en sentido literal y metafórico).

Quizá en vez de epifanía podría llamarse susto, el breve momento en que el niño recordó que antes que el problema de la treintena, estaba el de no haber muerto de un golpe contra el piso. Como todas las epifanías del niño, duró poco.

Durante las curaciones volvió su habitual histeria y nerviosismo. Tengo treinta años, repetía. Tengo treinta años.

martes, 6 de marzo de 2007

Organismo

El niño había amanecido enfadado por haber tenido la siguiente revelación: voy a cumplir treinta años. No lo pensó, fue más bien una aparición, una epifanía (que a los siete años son incluso más compleja que después). El tiempo pasó con su habitual vileza, y el niño llegó al borde de la treintena. Aterrado por esa acumulación de años, optó por vivir una de cada dos horas como un organismo inerte. Las llamó horas organismo, durante las cuales el niño se comportaría únicamente como un ser viviente.

Dicha práctica generó complicaciones en su smpleo. Si a las once en punto entraba a una reunión con funcionarios, de doce a una no se movería más que para ir al baño o abrigarse, sin hablar con nadie. El comportamiento le significó varios reproches, algunos bastante lógicos.

Jamás trató explicarle a nadie lo que hacía, ni qué sentido tenía pasarse la mitad de la vida en horas organismo. Cuando se entusiasmaba, argumentaba que en realidad todas las horas eran horas organismo, y que encender el aparato discursivo-racional era una función fisiológica como orinar o transpirar. De todas maneras, en medio de acaloradas discusiones su hora de actividad transcurría, y apenas un minuto después se replegaba en sí mismo, atontado, ridículo, dispuesto a pasar una hora como simple organismo viviente.

lunes, 5 de marzo de 2007

Noche de Marzo

Noches marzistas como ésta bien podrían ser olvidadas. Pero en mi obstinación por recordar todo lo posible (delirio Funes-to), voy a anotar esta noche también. Aún cuando prefiera -casi sin razones- olvidarme de ella.

Empiezo por el contexto, por mi sombra sobre la pared, sobre los libros; sigue Ella Fitzgerald a duo con Louis Armstrong. (Sigo escribiendo?). Acaba de entrar la voz rota de este hombre. Qué extraña libertad la de poder elegir cómo sentirse con poner un disco a una hora tan justa. No siempre funciona.

Iba a olvidarme de esta noche, dejarla pasar entre tantas otras, entre muchos marzos perdidos. Pero aparentemente me la quedo. Hay cosas que se pueden hacer para calmarse, como ir a buscar una botella de vino y abrirla. Algunos pensamientos pueden moderarse. Hoy cumplí funciones fisiológicas, y por momentos, fui sólo un ser viviente. Es posible. Ser sólo organismo durante unas horas, sobre una cama o en un café. Sin reaccionar más que a estímulos físicos. Ahora es de noche y oigo música elegida con precisión, una melodía conocida que es un tango mil veces oído. Recuperé algunos estímulos imaginarios, recuperé (un poco) las ganas de fantasear y hacer de eso el sentido fundamental de haber nacido.
Puede pasar, marzo es fatal.

domingo, 4 de marzo de 2007

Marzo Junial

Conceptualmente Junio es una gran nube opaca, la probabilidad de lluvias, los abrigos a mano, el fuego en la chimenea. Lo curioso es la certeza de poder prefigurar el concepto de Junio una gris tarde de marzo. Una tarde perfectamente junial colada en el último mes de verano. Es imposible y aún estúpido juzgar a Junio; pero no puedo dejar de sorprenderme de los resabios juniales que encontramos en el resto de los meses. Ayer hizo un frío junial, porque era frío húmedo, porque la luz del cielo opaco achataba las formas de forma tal todos los objetos de la tierra (incluidos nosotros, hábiles objetos parlantes) fueran lo menos bellos posibles. Lo opuesto sucede cuando la luz del sol -la llamada hora mágica de los cineastas- devuelve esperanzas al mundo y a sus habitantes.

Me quedo pensando entonces. Que la iluminación (natural, en este caso) transforme estéticamente la realidad y que ese cambio estético se convierta en un cambio cualitativo (sentimientos profundos, reflexión, amor, pasión, lo que fuere) me resulta fascinante y confuso. ¿Quiere decir que los humanos piensan, hablan y sienten en función del contexto luminoso? Seguramente, aunque sólo es posible tener opiniones y no certezas acerca de este punto. Lo cierto es que no hubiera intentado decir nada de esto si éste domingo junial de este marzo traidor y patético hubiera estado más y mejor iluminado.

sábado, 3 de marzo de 2007

Comentario sobre Atilio

Me quedó en el tintero acotar que si este hombre es feliz en sí mismo, sin necesitar nada más que su conciencia (que debe ser como un jardín muy verde y armonioso donde Atilio descansa mirando un paisaje de plenitud), entonces el amor que este hombre concibe también es en soledad. Amor sería igual a ostracismo (mejillonismo, almejismo), siempre con uno mismo y en una paz perpetua.

Consejos de Atilio

Pedir un con consejo a Atilio es muy parecido a pedírselo a un andén vacío.
Cuando hablábamos de amor en nuestra juventud, él ya había despegado hacia otro lado. Era un hombre contemplativo. Tuvo mujeres a las que quiso mucho, pero jamás lo vi perder la calma. Este hombre es un enorme misterio.
Contrariado por alguna circunstancia poco importante un sábado nos sentamos en un banco del Puerto de Frutos. Atilio cebaba mate mirando el río. Sabía que yo estaba nervioso y quería hablar con él. Pero no dijo nada. Era su manera de enseñar. Incapaz de esquivar ansiedades estúpidas hablé de una mujer. No digo que no escuchara, pero ninguno de sus gestos cambió en absoluto. Apenas asintió cuando hice silencio, abstraído mirando en río. Me miró, sonrió, estiró un mate.
Era su manera de enseñar.

jueves, 1 de marzo de 2007

Ingesta de Edificios Porteños

A veces sueño con ingerir los edificios de Buenos Aires. Son muchos, me molestan. Un psicólogo lo relacionó con la infancia, con la frustración de ir al kiosco a mirar; un amigo lo vincula con la desaparición (súbita, trágica) de los alfajores Suchard. Yo creo que es algo más bien natural, que no tiene nada de malo ver el edificio del Congreso -monumental, gris, feo- y tener ganas de comérmelo, ladrillo a ladrillo, empezando por Callao y Rivadavia, hasta que el monstruo seva desarmando, cayendo a la calle. Entonces, seguir comiendo, los pedazos de cúpula verde, las escaleras, los horribles arbustos; para condimentar, un poco de asfalto de Rivadavia, la bajada del Subte A, algún transeunte apetitoso. Mientras voy digiriendo el Congreso, pienso en otros edificios que me molestan, por nada en particular (no es una ingesta por temas políticos, sino una cuestión de arquitectura, de gustos personales, de lo que significa ver esos edificios portodos lados). Pienso en comerme el microcentro, ingerir la calle Florida, el Luna Park, comerme la nueve de Julio, semáforo a semáforo, saboreando sus veredas, comiéndome sus plazas. Y así se va vaciando buenos Aires, va pareciéndose a una aldea carcomida por mi apetito conquistador. Porque miro a mis costados y veo barcos guerreos, vikingos, medievales, repletos de mis soldados que me acompañan, hambrientos, a comerme Buenos Aires. El obelisco, la plaza de Mayo, Retiro, Palermo. Barrio por Barrio voy ingiriendo esquinas, infancias, plazas, puestos de choripanes, pancheros, taxistas. Eso, justo eso. Uno a uno todos los taxis, los colectivos llenos de gente, voy ingiriendo avenidas, bares, mujeres hermosas, ventanales de oficinas, computadoras.
No lo puedo explicar, es algo que sucede y yo lo respeto. Voy comiendo todo sin dejar nada atrás, como una langosta, una gran plaga de langostas delirantes con un apetito devastador.

Lluvia y Lloveósis

Lo cierto es que Atilio esperaba estos días como si fueran tesoros en el almanaque. No quisiera perderme ni un día de lluvia, decía. Su reclusión era pacífica. Se encerraba en su casa del Tigre, preparaba las frazadas si era invierno, se aprovisionaba, elegía los libros. Ayer, más de treinta años después, comprobé que Sosa, mi gata, durmió siete horas sobre un sillón, tapándose los ojos lagañosos con sus pezuñas. Atilio hacía algo parecido pero sin dormir tanto. Experimentaba. Decía observar cómo se sentía cuando llovía así, recluido de toda actividad salvo tomar mate y leer. Y mirar por la ventana. Él ya había emprendido su viaje literario. Su extrapolación. Yo intentaba seguirlo pero nunca pude hacerlo por completo. Quizá sólo muchos años después.
Un febrero llovió. Recordando a Atilio presté atención a los verdes, al mumurllo del agua que escapa, al olor a tierra mojada. Quisiera ser un poco más como Sosa (el gato) y como Atilio (el poeta) y hacer de un día de lluvia como éste una epifanía, y no sólo tecla tecla tecla.