sábado, 24 de febrero de 2007

Explayamiento

Existirá la palabra explayamiento a partir de ahora. Es lo que necesito, significa seguir el mandato de Atilio; aplicar lo que me dio a entender entre tanta charla y silencio. Necesito amasar bien las ideas y las líneas, amasar las hienas y dejar que aparezcan cosas entre líneas. Jugar a escuchar sonidos, como las hienas (que vinieron por fonética porque nadie las llamó) Y si se filtra algún sentido, que se filtre. Ahora, solo quiero amasar y explayarme. Quiero decir, para no olvidarlo, que un chico le hacía una invitación a una chica esta tarde en la estación de Martínez; apoyados ambos en las barreras rojas y blancas que evitan atropellamientos treniles. O fui yo, motivado por Atilio (que me dice que escriba escriba escriba) el que imaginó la historia, un poco de la pollera, los tironeos, la mesad de la cocina. Porque el valiente joven, quizá aún virgen, querrá hacer el amor parado porque eso se ven en películas. Y la muchachita, aún inocente pero que comenzó a largar lentamente los líquidos del celo, aplaca el miedo y airosa acepta lo que le ofrezcan. Así habrá noche, habrá bebida alcohólica y arcada, habrá olor a nuevo y torpeza, sudor en las manos y molestas ansiedades. Señores, habrá noche y estos dos no serán nunca los de antes, los que eran a la tarde. Porque conocieron lo que les quitará el sueño, lo que desvela, lo que hace alucinar. Conocieron el candor (con sonora erre), el candor de los cuerpos cuando bailan motivados por la naturaleza, ajenos a conciencias y razones. los cuerpos se mueven solos y así se destruyen los pensamientos, se modifica el discurso. Todo cae a pedazos y pierde sentido cuando cobran sentido los cuerpos, cuando una mano de mujer es un remolino que desespera; cuando el perfume de una mujer (de una Paula), se desenrieda de su cuello. Alucino imagnando esa noche que no existe, como todas las noches recordadas. Lo imaginario y lo sucedido son igualmente irreales. Entonces: regocijo de escritores y anotadores.

Inolvidar

Inolvidar

Una tarde pregunté a Atilio Fuentes si valía la pena tanto esfuerzo por armar historias y mostrarlas. Atilio, sentado a mi lado, contemplaba la entrada y salida de los barquitos mimbreros en el Puerto de Frutos. El sol le daba en la cara de costado formando un claroscuro difícil de reproducir. Por qué me olvido de las cosas Atilio, quiero dejar de olvidar. No digo que no estuviera escuchando. Atilio escucha en silencio, sin mirar, y sonríe apenas. Deja ver dientes todavía blancos en su cara joven. ¿Cuántos teníamos, veinticinco? Contra mi impaciencia Atilio enfrentaba una calma casi sobrenatural. Al rato yo también miraba los barcos, la calma del Puerto, la década del sesenta. Porque sos un tipo nostálgico, Gómez, dijo Atilio. Por eso te cuesta entender que te vas a olvidar de todo lo que alguna vez viste. Y esa idea te parece terrible.

No sólo terrible, sino más bien atroz. Aunque desconozco estrictamente la diferencia entre los términos. La única forma de volver, impura, reducida, desmejorada, es con párrafos. Recuerdo a Atilio diciendo esto, en un banco del Puerto de Frutos, con veinticinco años que parecían salírsele de encima con violencia; con esa ridícula presión que ejerce la juventud sobre el entorno, esa vitalidad perecedera que se regocija de verse pasar, que prende cigarrillos y anota cosas en un cuaderno. En mi juventud declaré el amor con los ojos, escribí cartas temerosas, dije cosas frente a una vía, viajé a Europa; me emborraché con obstinación. Leí libros en el tren. En el piso de un vagón miré en diagonal a una mujer silenciosa que es tarde me miró distinto. En mi juventud busqué la calma mirando el Río, o anotando cosas en un ático desesperado y caluroso. Dije que existe amar a una mujer y después a otra, y me pareció terrible. Pero cierto. Ahora quiero recordarlo todo. El desorden de una mesa en Palermo, un encendedor sobre una servilleta; habernos dormido en el cine. Haber amanecido juntos, tantas veces. Todo el mundo leyó el cuento de Funes y lo cree suyo; la idea de retener los acontecimientos y que vivir sea sólo eso. El eterno recordador sabe que nunca podrá hacer más que garabatos, más o menos prolijos, más o menos buenos, pero no mucho más que eso.