lunes, 29 de octubre de 2007

Álvarez Gómez y su amigo Beatnik.

Resulta que yo, el narrador, les estoy contando cómo el señor AG –merodeador de esta capital- se encontró una tarde en compañía de un señor de nombre Paul, hombre que vivó en Francia (255 crèpes de roquefort ingeridos, con tilde al revés), quien al poco rato de caminar demostró ciertas rarezas. AG, que narra y es narrado, notó que Paul observaba mucho el entorno y decía cosas como “Oh, santa plaza, santa santa santa fuente de agua y ocio, o santa rhodesia, santo recuerdo de mi abuelo Rafael”, a lo que yo no hice más que acompañar con leves gestos de desconcierto. Su compañero, hombre que leyó los manifiestos surrealistas sin traducir, se maravillaba con las heladerías y decía “santo dulce de leche granizado bañado en choolate, santa morocha que pasó por allí, santa primavera vera vera”, dejando a AG perplejo, desorientado, y con pocas alterativas de acción. Paul, hombre de tildes torcidos y babosas erres, era un Beatnik definido por él mismo, ser de una simpatía y verborragia sin par. Cómo hice para caminar tantas horas con él, dice el narrador para describirnos a Paul y así aquella caminata, cómo hice para meterme en su santo santo santo santo juego: no lo sé. Terminé por apreciarlo, después de todo era un francés amigable, fino con las mujeres, borracho e infantil.