lunes, 10 de marzo de 2008

Límites de las Inclusiones obligatorias.

Nota Preliminar (AG).

Se trata de una de las ficciones que Ottonello no publica por miedo a que se pudran o se olviden. Una crónica de viaje por Córdoba.

Límites de las Inclusiones Obligatorias.

Yo entiendo –porque tener una opinión no significa ahogarse en ella- que el interés de una crónica de viaje reside un poco en la gracia de las descripciones geográficas, alguna aventura de camino, en los personajes que aparecen porque sí. Además, comprendería muy bien una crítica respecto de mis colaboraciones en esta Revista, dado que siempre que se me asigna una tarea encuentro perfectas razones para esquivarla y en vez, como una sustitución, ofrezco algo que va por los costados, como una ruta de cintura que merodea el tema que debería haber tocado (y que por motivos diversos no toqué).

Cuando el señor editor me dio el pasaje en colectivo y dijo que iría a las Sierras de Córdoba para hacer una nota periodística sobre un lugar llamado Nono –ubicado en el Valle de Traslasierra- mi primera impresión fue de entusiasmo. Tomé el colectivo de las diez y veinte, en Retiro había cientos de personas dado el verano y el cambio de quincena, la casi total reclinación de los asientos me produjo una alegría y una comodidad inesperada, no tenía compañero de asiento ya que en la parte superior del colectivo había tres filas de y la mía era la solitaria. Apoyé la cabeza contra la ventana, hojeé un libro, y el próximo recuerdo que tengo es de la ciudad de Villa María, donde pasaría unos días en lo de un colega de la revista que me ayudaría a planificar el periplo serrano.

Las claves del texto que compongo, texto que debería ser otro y por eso mismo fue concebido (por no haber podido ser lo que debió), fueron dadas por mi compañero Luis González, colega cordobés que me alojó en su casa de Villa Oeste, cuyo patio da al Río III, escondido tras una hilera de sauces. Antes de irte para las Sierras, decía Luis, no te podés perder cómo se pone el río a la tardecita. Así comenzó. El comentario de Luis, de una simpleza infinita, encendió en mí un estado de atención especial. Era cierto: no sólo no podía perderme mirar pasar el Río III a la tardecita, sino que (pensé) jamás podría redactar una crónica por las Sierras sin hacer un breve comentario sobre la calma con que se mecen los sauces, sobre las plumas amarillas en forma de camiseta que tiene el pecho amarillo, ni hablar de las lechuzas que se posan en los postes de los alambrados –animales nocturnos que giran el cuello casi ciento ochenta grados y buscan la mirada del hombre- o del desierto pacífico de las tres de la tarde en el centro de la ciudad, dormida a la hora de la siesta. Y así nomás, como un aluvión, entendí que sería imposible hacer una crónica de viaje, justamente porque las crónicas de viajes son imposibles de hacer desde el momento en que suprimir el más mínimo detalle de una tarde -o del quinto mate cebado bajo los sauces- provoca un malestar, como si esa eliminación arbitraria fuera una aberración de la realidad (como creo que sucede), una reducción criminal de lo que sucedió en aquellos días cordobeses, imposibles de recordar sin hacer recortes y simplificaciones.

Aclarada la pauta fundamental, a la crónica de viajes le quedan dos caminos posibles: la locura, fruto de la descripción infinita; o la abstracción –reductora- que lleva a unos cuantos días a convertirse en un texto que tiene un principio, un personaje en primera persona (yo), una empresa de transporte que anuncia la salida de su servicio de las veintidós veinte, la Terminal de ómnibus, el colega Luis González y su casa sobre el Río, el Valle de Traslasierra, la quietud de Nono y su vuelco al turismo. Cosas así, más o menos hechas frase, reducidas a la narración, casi sin vida y en vías de apagamiento.