lunes, 2 de abril de 2007

Herejía.

Habrán pasado treinta años, pero una vez tuve la urgencia de que Paula me escuche. Y contra la urgencia joven no hay posible dosis de nada para poner un freno. Paula, su fatal desnudez, su cuerpo en la oscuridad, el anochecer con lluvia.

Pienso que deberías oírme en vez de encadenarte a tu pacífica soledad. Aunque hayan pasado treinta años, recuerdo todo con asombrosa nitidez como si hubiera sido una de estas noches.

No hay género más ridículo que el de la súplica amorosa. Aunque quién no fue alguna vez joven y un poco estúpido. Ahora, desde la edad de la reflexión, todo aparece tan falsamente claro.

Entonces Paula un día decidió irse. Y aunque el primero impulso es el más idiota, es también el más genuino, el más vital y lleno de juventudes. El impulso de ir detrás de alguien, siguiendo un encantamiento que a lo sumo durará unos meses. El segundo impulso fue tratar de herirla como se hiere a un pájaro.

Es cierto que hoy es un día cualquiera y que a veces rememorar es un sacrilegio. Pero mi tono frío no es más frío que el de aquella Paula radical. Volver para atrás con ánimo de interpretar el tiempo vivido más favorablemente, más acorde a lo que quiero pensar hoy, desde esta mesita, es una herejía que me voy a permitir. No existe la vida, existe la idea de vida. Con esa trampa los psicólogos van dos veces por años a París a franelear en los bares.

En ese momento, hace treinta años, tenía la certeza de que Paula ya era un espejismo, y que sería mejor dejar de retener los recuerdos de sus ojos grandes y verdes. Y así liberados, mi recuerdo de sus ojos se dejaría confundir entre todas las imágenes que quedan de alguna manera en la mente.

Mi urgencia juvenil me impidió ver que volvería. Sólo que un tiempo después.