viernes, 7 de agosto de 2009

Sufrimiento de las Bailadoras.

Su principal responsabilidad, trabajar para la alegría ajena, les reporta esporádicamente algunos momentos difíciles. Son los momentos en que una o más de las bailadoras comienzan a entristecer.

Su tristeza se nota en todos los aspectos posibles. Algunas directamente pierden algunos centímetros de altura; a otras se les apaga la voz. La mayoría, de manera repentina, pierde la parsimonia irreverente en la forma de caminar. En general, ellas intentan ocultarlo. Cuando el dueño del lugar, gordo y desde la barra, nota alguno de estos cambios, interrumpe la función y pide a los parroquianos que se retiren. Algunos, los que tienen ánimo para quejarse, piden terminar el trago. Cuando ya no queda nadie, el dueño cierra el lugar y desaparece en la cocina.

Las bailadoras se sientan alrededor de una mesa. A veces son seis o siete; pueden llegar a ser veinte. De común acuerdo, como si respondiera a un ritual, deciden deshacerse de la tristeza. Cuando son muchas y no entran en una mesa, arman una especie de anfiteatro que les permite verse las caras. El primer temblor, súbito, casi no se nota. A una de ellas se le mueve el mentón, y en seguida, como si fuera producto de una transmisión eléctrica, se expande hacia las otras. El dueño, cauteloso, no puede soportar ver la tristeza de las bailadoras. Unos minutos después, los mentones de las diez o quince tiemblan erráticamente, sin dejar caer lágrimas, pero con fuerza suficiente para sacudir el piso del salón. Ellas, amables, se miran a los ojos para compartir la pena. Creen, con cierta religiosidad, que esa es la única forma de purgarse.

Cuando han terminado, el dueño vuelve de la cocina con una gran pava de té. No todas aceptan la bebida. Algunas parecen ausentes. Lentamente el efecto del rito se empieza a notar. Las que perdieron altura vuelven a crecer, a veces superando la altura que tenían antes. Vuelven a oírse las voces de quiénes habían enmudecido. Vuelven la gracia, el esplendor, esa luz propia que tienen las bailadoras, y que usan en sus bailes para recuperar el ánimo de sus espectadores.
El rito termina con una de ellas subiendo al escenario y comenzando a bailar. A veces es una sola; otras son dos o tres, que bailan para las bailadoras. Cuando esto sucede, el dueño las espía desde atrás de la barra. Mira interrumpidamente, tapándose la cara con la mano, porque sabe que no pude soportar tanta belleza junta.