domingo, 6 de mayo de 2007

La Glorieta de Belgrano

En mi juventud conocí a una mujer que amaba el tango y que allí, en las milongas o en la glorieta de Belgrano, encontró la forma de conseguir aquel abrazo de tres minutos, quizá un poco más, el abrazo entre tanda y tanda, aunque apriete el frío o haga calor, bailando al paso de un viejo con gorro, con un señor de peluca, con otro vestido de chaleco y pañuelo (que se alegró considerablemente cuando la música fue chacareras). Yo, a pesar de todo, desoyendo sabios consejos de Atilio, entré en conversación como por casualidad hasta que finalmente consideré necesario invitarla un trago, invitarte a hablar vos y yo sobre una mesa con dos copas, porque muy a pesar mío no tengo forma de sacarte a bailar sin hacer el ridículo.

Paula, te llamabas Paula, como debe ser, y esa noche de frío en Belgrano la glorieta estaba colmada de Paulas, cruzándole un brazo en la espalda a Tulio que las lleva al compás, que las abraza como si fueran lo último que queda por hacer esa noche. Y después del baile, después de la modesta tandita de cuatro tangos que siempre quedan cortos, Paula se desengancha y dice un súbito gracias, un hasta luego, porque de eso están seguros los bailarines, que mal que les pese se vuelven a encontrar siempre. En otra milonga, un lunes a la noche en el Salón Canning, en un rincón donde no caben las palabras, donde es lugar y momento de los gestos del cuerpo, ese que inclina la cabeza para que ella, Paula, sepa que la están llamando y debe acercarse a la pista.

Así bailé yo mi tango con vos, este humilde canto que ahora sabe a súplica, ese recorrido que hicimos juntos en tanto eras sólo Paula, sólo idea de mujer del otro lado de algo, con la que también tuve el gusto de amanecer, de la misma manera que sos sólo la pareja de baile de aquel que ahora te sostiene y quizá te desea. Es cierto que el tango se baila de a dos, pero también creo que es una danza solitaria; que por más abrazo y aliento, por más que entre paso y paso pueda olerte donde empieza a nacer tu pelo en el cuello, cuando la tanda se terminó decimos gracias, y a veces esa sonrisa es sólo una formalidad. Como dirán los milongueros, no es razón de pena que acabe el tango. Siempre volverá a sonar, furioso o tranquilo, en algún otro rincón de la ciudad. Sol, do.