miércoles, 30 de mayo de 2007

Texto en construcción.

Esto es más menos así. Describiré un experimento (éste) a medida que se va constituyendo, como una nube de humo de inestable forma. El texto podría llamarse Sobre Paula, Funes y la horrible certeza de ir olvidando, y ahí nomás, sin tanto preludio, describir eso que el texto intenta hacer, detener un recuerdo a medida que se va convirtiendo en materia a manipular por la memoria. Sobre cómo hacer para no olvidar, citando a Borges y sufriendo un poco, por no poder evitarlo. Sobre cómo acompañar el recuerdo o el olvido, que en realidad podrían ser sinónimos, o simples complementos del mismo concepto. Sobre cómo quisiera que todavía estés, a pesar de que Funes tenía razón en indignarse: el perro de las tres y catorce es esencialmente distinto al de las tres y cuarto. Sobre el extraño y vanidoso placer de citar a Borges. Sobre la extraña necesidad de aclarar el extraño y vanidoso placer de citar a Borges. Sobre la alegría de haber comprendido y disfrutado Funes el memorioso, y de ahí en adelante tener una razón más para referirme con insistencia a hechos del pasado. Sobre cómo los textos no siempre son precisos. Sobre cómo un texto en construcción puede dar cuenta de una idea con igual precisión que uno terminado y bello en las formas. Sobre la hilvanación.

Narratividad de la Impotencia.

Por ejemplo, que el enjaulamiento fuera tan extremo que no quede otra opción que: imaginar un bar de San Telmo, pedir un cortado con medialunas, endulzarlo, revolver. Pedir al mozo un diario, hojearlo con moroso deleite (sí, moroso deleite), dar un sorbo de café, hacer un lentísimo paneo por el bar; ver gente caminando con las primeras bufandas, corroborar que es San Telmo.

Como no queda opción, sueño que soy libre y que si quisiera, me levanto, pago, dejo abundante propina, ubico un sobretodo en mi espalda, enfilo a la puerta. Salgo, voy a la esquina, entorno los ojos por el sol anaranjado de las nueve y media, corroboro mi libertad. Por el barrio me topo con una librería, doy con una copia de lo que estaba buscando. Corroboro mi libertad, otra vez, porque tengo el libro en la mano, y tiempo, tiempo tiempo tiempo. Busco aquel bar confortable, el de los sillones, donde entra una luz aún naranja, que así se mantendrá por horas, para sentarme a leer y otro café, por favor.

Así paso los días cuando los imagino, la mañana más lenta del mundo.

martes, 29 de mayo de 2007

Virtudes Gastronómicas del Panadero Anarquista.

El Panadero Anarquista vende comida hecha. O bien, comenzar así: en la esquina de Céspedes y Ciudad de la Paz, habita un panadero anarquista. No profesa un anarquismo estrictamente ideológico o discursivo, sino más bien gastronómico. Financia su existencia con la venta de productos naturales, y cuando llega el mediodía sus clientes entran al frío local (en invierno ahorra gas, en verano escatima electricidad) para llevarse una breve porción de lentejas, albóndigas o ñoquis. Debidamente añejada –los platos no tienen menos de tres días en exhibición- el hombre distribuye su producción en una heladera de fiambrería que ilumina con luz de tubo. Para ahorrar energía, la enciende cuando entran clientes. La luz de tubo se suma a su anarquismo gastronómico, generando un efecto fatal: la comida compone un mosaico de colores ocres, abarcando el oscuro marrón de las lentejas hasta el particular color anaranjado que adoptan las calabazas (cortadas a la mitad) cuando son preparadas por las manos anarquistas del panadero.

El hombre cocina sano, pero sus platos contienen ese componente de miseria anímica que sólo él sabe brindar. Después de una milanesa de soja o una porción de tarta de acelga (adquirida en el local del panadero anarquista), la vida parece haber oscurecido. Algo que nos alegró en realidad no era para tanto. La sonrisa de Paula, el anfiteatro de su boca, ya no te pertenece. Con sus platos este hombre concede a su clientela un saber emanado de una experiencia de vida, durante la cual la barba ha crecido y se ha vuelto canosa el alma. Su voz aflautada acentúa su escondida desalegría.

En estos niveles de desalegría los individuos optan por desconocer su contexto o periferia, y se entregan a la idea de que son muy felices. Pero no es así. Sería imposible ser feliz y cocinar con tan poco aceite.

lunes, 28 de mayo de 2007

Hombre y Lenguaje.

Lo que Atilio me quiso decir, o mejor dicho, lo que quiso que yo entendiera, lo procesé mucho (mucho) después. Yo me acercaba a él como mis impresiones, con el relato de un olor, con el cuento de haber observado a una mujer y quién sabe qué más.

Atilio oía. De eso no le puedo reprochar nada. Pero en su viaje introspectivo se volvió más silencioso. Como dijo un pensador amigo, intelectualizar la experiencia la hace desaparecer: es reemplazada por la palabra. Atilio hablaba de eso, o mejor dicho, callaba para comprender. Para comprender él mismo y hacerme comprender que quizá yo estuviera metiendo demasiadas palabras a los acontecimientos.

Y yo te entiendo, Atilio. ¿Pero qué sucede cuando la experiencia es la palabra? ¿Qué hay cuando lo que acontece, acontece porque fue mediado por la palabra?

Atilio cuestiona el lenguaje y al hombre. ¿Son inseparables? ¿Son lo mismo? Por otro lado, ¿tales conclusiones no son fruto del lenguaje y el razonamiento? Si toda visión de mundo es una construcción discursiva, ¿no es esta postura cuestionadora del lenguaje una construcción también? Y sí, Atilio, supongo que sí. Ya lo dije en otro artículo: una noche Atilio me explicó qué era una epifanía. Al día siguiente tuve una. Una tarde mi abuelo me explicó que la nostalgia era más o menos así, y el resto de mi vida encontré rastros, raspones y marcas de una nostalgia fantástica. Supongo que si sólo somos y seremos palabra –i.e. discurso- sería bueno al menos elegir uno bueno.

Desencantamiento

Cuando Atilio sufrió aquel ataque de desencantamiento, resolvió enfrentarlo con dignidad. Dignidad y pasas de uva. La leyenda indica que esto sucedió durante todo un invierno, pero es probable que su estado de melancolía haya durando incluso un año. Hablaba poco, casi no salía de su casa, no se dejaba visitar por ninguna mujer. Le dije que estaba desalegre, que me había preocupado. Me insultó. Habló sobre un galón de tinta que quizá se hubiera agotado. Que entonces le quedaba enfrentar la vida sin escribir sobre ella, sin comentarla. La vida sin nada más que la vida. Sin agregados. La idea era terrible. Durante ese tiempo casi no leyó. Vivía de ahorros, dormía mucho, comía lo que encontraba. Los días habían dejado de tener esa hora buena que lo inducía a un sueño lento o a su cuaderno para alguna posible anotación.

Yo lo observé mucho. Si a Atilio se le había agotado el galón, ¿qué quedaba para el resto? Fue duro ver al poeta así, cuestionando su capacidad de hacer poesía, poniendo en duda cada una de sus comas. Cuando se estaba recuperando (había vuelto a cebar mate con azúcar, tomaba cortos paseos, miraba los barcos cargados de fruta) citó a Rilke: cuando la vida parece haberse vuelto poco poética, es probable que uno no sea suficientemente poeta para merecerla. O algo así.

sábado, 26 de mayo de 2007

Sobre las dependencias del infierno (1961).

Introducción.
Esto sucedió hace un tiempo, en esa Buenos Aires que sigue existiendo, cada vez más escondida.

"El tema del infierno ha interesado a muchos escritores y dramaturgos, pero eso no anula mi necesidad de referirme a una dependencia del infierno que encontré, por casualidad, en la calle Carlos Calvo al 500.

Caminaba por una vereda sucia de escombros, y como sucede en el barrio de San Telmo, las luces amarillas de los bares y restoranes creaban un bonito cuadro por el que me gustaba andar como fugitivo. Y también la música, el murmullo de guitarras o de alguna voz no necesariamente afinada o prolija pero sí inmensamente bella. O al menos ese es el recuerdo que tengo de aquella noche en la que, por error, entré en el infierno.

¿Cómo me di cuenta que estaba en el infierno? Fue muy fácil. Interrumpí mi caminata justo frente a una puerta verde, por un cartel que me llamó la atención: “La Tentación de Adán ” y más pequeño, a modo de subtítulo: “entre y haga cumplir sus deseos”. Leí esto y pensé dos cosas: o se trataba de un restorán afrodisíaco –estafa que estuvo de moda en esa época- o bien era un prostíbulo sin intención de ocultarse. No pude soportar la intriga, y entré.

La puerta era pesada; tan pesada que tuve que echarle encima el peso de mi cuerpo e incluso empujar para vencer la inercia. Más tarde, cuando comprendí la historia, me resultó lógico. Tras el portal había un pasillo poco iluminado, con las paredes cuidadosamente pintadas de verde claro. El efecto de la luz y la falta de muebles daban la sensación de estar bajo el agua, en un profundo océano verde. Caminé en la única dirección posible: hacia adelante. El pasillo, por su parte, era largísimo. Mis pasos hacían un ruido seco. Cuando miré para atrás noté algo increíble: las luces habían cambiado de color; se habían intensificado y habían adquirido una tonalidad más azul; como si mis pasos por aquel pasillo mantuvieran una proporción con las profundidades de aquel océano por el que me sumergía.

Como el pasillo no parecía terminar, saqué las manos de los bolsillos, respiré hondo, y apuré el paso. Hacia delante sólo se veía una línea recta, en perspectiva, iluminada de la misma forma; hacia atrás, los colores se intensificaban y a la vez se oscurecían. Van a perder clientes, pensé, a nadie le gusta caminar tanto para sentarse a comer –si es que estuviere entrando a un restorán- y mucho menos para acostarse con una señorita de la noche si se tratara de una casa de burlesque. Justo en el momento en que perdí la paciencia y empezaba a preguntarme dónde me encontraba, delante de mí se abrió un espacio rectangular, similar a una sala de espera.

Había dos sillones enfrentados, negros, en cada una de las paredes. Justo frente al pasillo por el que venía, una puerta cerraba el camino. Era una puerta de vidrio. A la derecha había algo parecido a una barra, cerrada por una cortina bordó parecida a los clásicos telones de teatro. Títeres, pensé, tanto paseo para ver títeres. Me senté en el sillón de la derecha. La sala estaba vacía.

Esperé, como si alguien hubiera notado mi presencia y fueran a ofrecerme algo. Pasaron cinco minutos y nadie apareció. ¿Estaba en un bar, en un teatro, en un prostíbulo? El telón bordó se movió apenas; lo advertí y giré la cabeza para mirarlo de frente. Se abrió: del otro lado había una luz blanca muy fuerte, que impedía verle la cara a la mujer que estaba hablando. Sólo se le veía el rostro. Bienvenido, decía, aquí cumplirá todos sus deseos. No dijo nada más, y el pequeño escenario se cerró. Quedé sólo de nuevo, en el sillón negro, en el costado derecho de un recinto escondido en lo profundo –y la palabra es la correcta- en lo profundo del barrio de San Telmo.
Aún sospechaba que en cualquier momento vendría la dueña del lugar insertada en un vestido de lentejuelas y plumas a ofrecerme a alguna de sus trabajadoras. Imaginé tragos exóticos, una pequeña orquesta de jazz donde los músicos estarían disfrazados de dragones, y que finalmente, tras escoger a mi fugaz pareja, me encerraría en un cuartito amoblado con antigüedades.

No puedo explicar la epifanía, porque éstas simplemente no se explican. Experimenté, ya en la cama, que estaba en el Infierno. Una versión urbana, opaca y húmeda como esa época del año. Abrupto, me levanté del lecho, me puse los pantalones y me fui. La mujer intentó disuadirme, hablándome en un extraño idioma con una voz particular y poco humana. Confirmé mi hipótesis, busqué la puerta tras e largo pasillo, y salí a Carlos Calvo al 500. Después de cuatro cuadras noté cierta incomodidad al caminar. Había olvidado los calzoncillos en el Infierno."

miércoles, 23 de mayo de 2007

Suelta de Tomógrafos

En la preparación de su campaña política, el Ministro de Salud de una Provincia (elegida al azar, bien podría ser Ministro Nacional), sostuvo –siguiendo a sus asesores- que para hacer política era necesario diagnosticar, es decir, diagnosticar. En sus discursos decía que diagnosticar es eso, hacer diagnósticos, la única forma de identificar problemas públicos para luego resolverlos.

Sus asesores coincidieron en que su campaña debía hacer hincapié en su experiencia como Ministro de Salud, lo que les daba pie para un bonito slogan donde se utilizara un concepto médico para resolver cuestiones sociales. Por lo tanto, el candidato y Ministro de Salud (en ese momento bajo licencia) sonrió cuando sus asesores (los sujetos que le armaban la campaña) le presentaron sobre una pared una serie de bocetos de afiches donde aparecía el candidato diciendo que para encontrar los problemas había que diagnosticar, y que para diagnosticar había que tener con qué. Epifanía, le llaman. Casi al instante el candidato entendió que a su campaña le faltaba un remate. ¿Con qué iba a diagnosticar? Necesitaba equipamiento.

Ayudado con dineros nacionales, aprovechando la buena relación con el presidente de aquel entonces, el candidato hizo su jugada. Planificó una Suelta de Tomógrafos a realizarse en la plaza del pueblo. Lo curioso es que mandó diseñar afiches con tomógrafos alados. El incalculable poder de la dialéctica -y su afán por la idea de diagnosticar- lo convencieron de que, efectivamente, los tomógrafos volarían. Invirtió cerca de cuarenta millones de dólares en cuarenta tomógrafos japoneses de última tecnología. La gente colmó la plaza. Tras el discurso del candidato, se hizo la suelta. La gente alzó los ojos al cielo. Los tomógrafos, que ocupaban la plaza entera y parte de las veredas, no volaron. Quedaron allí. Motivado por la creencia que los tomógrafos volarían, el candidato no contempló el flete de vuelta de los equipos. Los camioneros, contratados para llevar alpargatas por otro candidato, no fueron localizados. Los tomógrafos bloquearon la plaza y el transito, entorpeciendo la vida de la ciudad. El candidato perdió las elecciones. Los tomógrafos fueron removidos tres semanas después.

domingo, 20 de mayo de 2007

Cuando una Noche.

Cuando una noche, Paula reapareció. Pensé: Tentativa de Paula, Tentativa de tecla tecla hasta ese rincón donde toma vino en una taza (ante la evidente escasez de copas). Pensé, no sin temor: Tentativa de rechazo de Paula, de relato (odiosamente lento) de Felicidad de Paula en el último tiempo o bien Hábitos de una Paula Alegre, narrada por ella en primera persona con la frente orgullosamente alta. Pensé: Tentativa de Noche Solo, o Crónica de Retiro (el barrio) Nocturno, motivado por la manera en que ella, casi con seguridad, me haría calcular con femenina sorna el alcance de su renovada felicidad. Pensé: Argumentos y giros de Paula, de los que recuerdo fragmentos como estoy conociendo Buenos Aires o fui al Teatro o y vos cómo andás, tanto tiempo, a lo que yo probablemente respondería con una Tentativa de Respuesta Altiva con altas posibilidades de fracaso. Consideré la situación. Resolví levantar mi copa de vino, gesticular lo menos posible, asegurarme que ella me viera, y descartar la posibilidad de tecla tecla tecla hasta donde estaba ella y someterme a sus femeninas crueldades. Ella me vio, alzó su taza (ante la evidente escasez de copas), y me sorprendió con sus nueve o diez tacos, la sutil aproximación esquivando personas. Sus palabras forzaron mi Tentativa de Comienzo de Diálogo, tuve que responder con alguna timidez, y las mujeres saben muy bien que no hay idiotez que supere la de un hombre que finge seguridad. Pensé, mientras me enteraba de trivialidades y exponía las propias, en la Tentativa de que Paula y yo, idea que mi superstición impedía terminar de enunciar, siquiera en silencio. Entonces, Paula ahí, renovada su belleza y con el magnífico adjetivo del vino tinto emborrachándola con moroso deleite (lujo ajeno), toda pollera y taco, toda cintura y brevedad, estaba conmigo una noche de mi juventud, como tantas otras, a punto de irse o de quedarse, a punto de que tener que responder a mi idea: Tentativa de Propuesta o bien Tentativa Azarosa de continuar esa conversación en un Lugar Más Tranquilo, proposición que finalmente llegó, no sin haberme envalentonado con un repentino y previo sorbo de vino. Paula y su abominable Tentativa de Histeria o Tentativa de que el Hombre Insista estaban allí, toda quietud y sonrisa (oscurecida por el vino), a punto de reír. Sin dejarme terminar mi frase (la frase que la invitaba conmigo a otro sitio), me tomó la mano, dijo vamos, y salimos los dos, sin saludar a nadie, a la soledad del barrio de Retiro. Antes resolver cuestiones logísticas (taxis, locaciones, brebajes), me permití un último esbozo: Tentativa Infructuosa de Hacer el amor con Paula y no amarla al Amanecer.

sábado, 19 de mayo de 2007

Manifiesto del Poeta Poeta.

Supongamos que cierto sujeto universitario es Polaco y se llama Wolfram. Constituye un ejemplo perfecto de una nueva clase de poetas neo-hedonistas, cuyo tema referido es la felicidad. Wolfram tiene varios métodos de escrituran que él llama fuentes de inspiración. Quiere decir que Wolfram llega a su casa de dormir en un banco de plaza –práctica habitual de nuestro jóven poeta- y como no tiene inspiración, la busca. La encuentra con facilidad, porque sólo tiene que revolver en su mochila –que está desordenada, como la de los jóvenes neo-hedonistas- y sacar de una cajita de metal de caramelos importados: los elementos que construyen la inspiración. Arma el esperado porro, que fuma sentado en un moderno puf, mientras sus dedos gordos se acarician entre sí. El efecto es rápido, y la inspiración nunca tarda en llegar. Wolfram se siente repentinamente bien, dispuesto a escribir un nuevo poema.

Como todos los jóvenes neo-hedonistas, tiene una libreta de guardia para escribir en el caso de ser interceptados por la inspiración. Muchos jóvenes poetas interrumpen conversaciones con otros amigos (algunos también jóvenes poetas como ellos), masticaciones haburguesiles y otras actividades para anotar en sus anotadores de anotaciones espontáneas alguna que otra idea a completar luego. Entonces quizá Wolfram está en el colectivo y se desespera por manotear su libretita y su birome, en donde biromea birómicos garabateos. Cuando estas ideas llegan, los neo-hedonistas se disculpan con ensayada solemnidad: “disculpame, pero tengo una idea para una poesía”. Interrumpen lo que hacían, y anotan el verso o la frase, o simplemente biromean. Claro que muchas veces la inspiración que esperan en verdad no llega, pero se sienten tan bien hablando de ella que inventan momentos de iluminación sólo para manotear sus libretitas y biromearlas con palabritas o dibujitos.

Los neo-hedonistas son innovadores y estetas. Se caracterizan por tener un muy buen gusto, que no dejan de recordarse entre sí. Son poetas, pero ante todo modernos, y saben mucho mucho de arte y artistas, porque conocer la cultura es el camino hacia la propia iluminación. Eso piensan los jóvenes estetas, y lo piensan porque lo piensan y no porque otros lo pensaron por ellos. Además, para ser verdaderos poetas, para crear una obra de arte de valor artístico, es necesario conocer lo que la humanidad escribió, esculpió, pintó, arquitectureó y musiqueó. Hay que conocer todo, aún a pesar de que no guste, porque si el verdadero arte no gusta, es porque todavía no han evolucionado hasta él. Al menos eso creen estos jóvenes poetas.

Algunos jóvenes poetas neo-hedonistas incluso no quieren ser poetas, pero muchas veces esa angustia es fértil fermento para sus poemas y poemitas. Wolfram, en su célebre poema que llamó “Yo no quiero ser poeta”, dice:

Yo no quiero ser poeta,
Pero no me queda otra
Porque soy poeta
Aunque no quiera ser poeta.
Poeta poeta, poeta poeta.
Poesía, uh.
Frenesí, frenesí.
Frenesíl Viorodríguez.


Lectores amigos y otros jóvenes poetas se regodearon en su notable buen gusto, y esgrimieron comentarios. Siempre esgrimen comentarios, no los dicen, porque esgrimir es más de poeta que decir. Decir es de negro. Esgrimieron, por ejemplo: Wolfram, tu poema es un poema de verdad. Un poema de poeta. Otro esgrimió: Qué poesía poética. Sos poeta poeta, posta. Y esa noche festejaron, porque Wolfram era poeta poeta, y ellos entendían la belleza del poema porque eran poetas poetas también, jóvenes neo-hedonistas que festejaban festejos festiles, grandes amantes del cocacoleo cocacoleador. Pero no de cualquier cocacoleo, sino del cocacoleo cocacólico.

Si volvemos a Wolfram podemos ver que ya se hundió apenas en su puf, y que el cigarrillo de marihuana lo marihuaneó directo hacia su poesía. Tendido el puente, Wolfram ya puede escribir. Manoteó su libretita y buscó la birome. Con ojos rojos y el equilibrio un poco afectado, logró componer algunas líneas. Las leyó en voz baja. Eran tan bellas que sonrió y amó su poética poesía. Por suerte, nunca dejaría de ser poeta: todos lo sabían. No escribió más, para no abusar de su artistismo. En su libreta se lee:

En mi departamento
Fumo
Fumo flu flu
Uí uí. Huí lejos de aquí.
Fumo y me esfumo
Qué buen poema poemé
Poemizo por se poeta
Amo la soledad.
Melanco Olía.
Finalicen, fúnebres flautas.
Fu: fu fu.

miércoles, 16 de mayo de 2007

Estadíos

Fingir (con deliberado ímpetu) una libertad que no existe, es una de las formas de la impotencia que sin embargo, bien fingida, puede generar estadíos y/o estratos inferiores de libertad. Por ejemplo, la que se desprende de siempre tener cinco pesos para gastar en el kiosco, y así comprar piragüitas (de chocolate) y comer cuántos la fingida libertad necesite para fraguarse. Se trata de libertades más o menos gastronómicas, felicidad de encimas. La digestión reemplaza a la conciencia. El alma, donde sea que esté, ahora funcionan con jugos gástricos.

martes, 15 de mayo de 2007

Introducción a las Instrucciones para emplear la palabra “impregnar” en contextos poéticos.

Este texto intentará impregnarse a sí mismo del sentido que se desprende (por desprendimiento) de la palabra impregnar. En cierto momento, eso que son las palabras, adquieren consistencias más o menos fluidas, más o menos sólidas, más o menos pastosas. Tal es así que aún pareciendo seria o solemne, la palabra impregnar lentamente cede al derretimiento palabril, a fundirse en el tibio candor del concepto, para finalmente hacer lo que vino a hacer al mundo literario: impregnar. La paradoja es que por sí sola, impregnar no impregna, sino que necesita de ese calorcito que brindan los contextos semánticos para derretirse y finalmente, impregnar. No sería difícil vincular este argumento a algún semiólogo (¿francés?) que sostenga que el valor de los signos está dado por el contexto, i.e. la interacción, y no por sí mismos. Pero citar autores en este breve Manual de Instrucciones sería, por lo menos, indeseable.

La última aclaración que me permito hacer (además de la meta-aclaración, la de aclarar que aclaro) tiene que ver con la voluntad de usar las palabras por el placer que provocan con sus inesperadas transformaciones. Cómo de pronto, por ejemplo, una ciudad o una mirada, una milanesa o un libro se impregnan de un significado, cobran un sentido, cambian sustancialmente.

Otra aclaración que me permito es que jugar armar sentido como se arma un postre o un lechón es igual de noble que usar palabras en contextos menos lúdicos, i.e. medicina, jurisprudencia, teoría, filosofía.
El sentido puede construirse. Con estas cositas que revolotean como ajíes y exclaman como pomelos se puede acuñar sentido. Acuñar, la palabra, refiere a algo, lleva a una idea de acuñamiento, a una idea acuñil, una cuña. Déjese llevar del brazo o de la cintura por los azarosos caminitos.

lunes, 14 de mayo de 2007

Tentativas de moroso deleite.


Tras haber leído la expresión moroso deleite, acuñada por el mismísimo Jorge Luís Borges, sucedió que. No se trata exactamente de un plagio; humilde opinión esboza una forma de homenaje.

Tal es así que el moroso deleite comenzó a colarse en la realidad. Por ejemplo, cuando en un estadio de fútbol el hombre de la camiseta número diez frenó la pelota, levantó la cabeza, y asistió al furioso (y algo torpe) delantero que terminó haciendo el gol de cabeza, yo comprendí que lo había hecho con moroso deleite.

Cuando el panchero desparramó mostaza sobre el pancho de un cliente, lo hizo con moroso deleite. Cuando seis semanas después, Paula se desvistió en mi departamento después del vino, sus dedos tomaron la tela de su remera ajustada con precisión, y quizá también moroso deleite.

Cuando hicimos el amor, la placentera lentitud se transformó en moroso deleite. La oscura pareja de saetas que Paula llevaba en los ojos por esos años, se transformó en ojos negro que miran con moroso deleite.

El amor que yo le tenía, la sutil manera de disfrutar de sus gestos: mi secreto moroso deleite.

viernes, 11 de mayo de 2007

Acortamiento del Tiempo.

Una señora, esas que condensan toda la verdad universal de tanto haber ido al mercado a comprar calabazas, dijo algo sobre el tiempo digno de repetición. Estaba haciendo la cola para pagarle a un posible Pocho o Cholo, dueño y muy conversador verdulero. La señora, una posible Olga o Matilde, arguyó que últimamente se quedaba sin tiempo, que no le alcanzaba para nada. Que apenas se levantaba ya estaba haciendo cosas, o bien calentando agua para un posible Víctor o Raúl (su esposo de siempre), anotando en un cuaderno la lista de las compras, escuchando superficialmente las noticias en la voz de su periodista favorito, pensando en tiempos mejores. La señora concluyó que el tiempo se le escapaba de las manos, que en setenta y siete años, jamás le había pasado de tener tan poco tiempo y a la vez tantas cosas con qué ocuparlo. Pocho o Cholo la escuchaba con atención, en parte porque el argumento le resultaba interesante, en parte porque escuchar era también su trabajo. Yo, un posible Alvarez Gómez, estaba allí, eligiendo unas peras, cuando oí decir a la posible Olga o Matilde:

-Es que los minutos cada vez duran menos.


El verdulero, el posible Pocho o Cholo, sin saber por qué, asintió.

jueves, 10 de mayo de 2007

Intuición.

Lo que ese viejo intuye, el viejito del gorro que debía tener por lo menos setenta y cinco bien puestos, es que no habría otra forma posible de abrazar a esa mujer, de esa manera, esa noche de mayo, escapando de a dos a los primeros fríos del invierno. Esa intuición se llama tango, se llama milonga, la intuición o la certeza, el lento arrastrar de los cuerpos, los zapatos, hoy en la glorieta de Barrancas, mañana en un salón de Almagro. En mi juventud, esa noche los miré con alegría, contento por el viejo, apoyado contra la reja que delimita la pista de baile; asustado por la solemnidad con que ella aceptó esa mano arrugada que apenas se movió, y con lo mínimo dio a entender que había invitación y habría, por lo menos, una tanda. Y la gente iba a bailar para abrazarse con alguien el domingo, aquel particular y frío domingo, y no de cualquier forma, sino justamente así, agarrados del tango y de la cintura breve, moviéndose con moroso deleite (el lujo es de JLB) al compás de la música que se atora o se atoraba en la pareja de parlantes.

Bailando así te vi, por sobre el hombro de tu pareja dejaste pasar la mirada aunque ya estabas como sumergida, con esa cara que ponés, ralentando la respiración, haciéndola durar, como sólo ocurre durante el baile. ¿Qué es lo que te sucede? No lo sé, nadie sabe por qué, ni cuál es el efecto narcótico de la música, esa conjugación que te tiene como elemento en brazos de un desconocido. Qué lindo es verte así, abrazada o riendo, seducida por un paso inesperado, por un zapato que de pronto, frenó. Así, parecés imposible de otra manera. Elemental, efímera y mujer. Fuera de todo contacto que no fuera a través de los pasos, del abrazo, del ritual del baile. Ninguna palabra después, ninguna copa de vino. Termina la tanda y apenas si sonreís. No tenés nada que decir, no hay lugar para otra interacción que no sea aquella, la razón de aquella reunión de desvelados. En seguida estás sola esperando un nuevo cabeceo, una nueva invitación que hará que te enamores durante los pocos minutos de baile y que todo comience nuevamente. Un tango frío, emocional y opaco, no me pregunten por qué. Apasionado y estricto, sentimental y seco. Yo no podría bailar. Dejarte ir después de la tanda, Paula, sería insoportable.

martes, 8 de mayo de 2007

Alfajórea Alegría.

Alfajórea alegría experimenté por un momento la tarde que salí de tu casa con quince años y el fin de agosto, sumada a la horrible certeza de que eras mujer y yo niño. Tu narcótica mirada azul, qué bien la recuerdo. Ese niño pequeño supo bien cómo combatir la profunda pena (que se justifica a esa edad, porque hablar de “profunda pena” más adelante es anacrónico; según ésta teoría, el amor más concentrado se experimenta en algún fragmento de los quince años, o bien acariciando una mascota; el resto es blasfemia, sacrilegio y exageración).

¿Qué hizo? Frenó en un kiosco y compró un alfajor Suchard, soldado contra la melancolía, y se lo mandó a bodega caminando por una vereda a la que le habían crecido raíces. Esa mujer (de quince años pero ya mujer), aquella prematura o primitiva Paula (que provocaría Pauliásis años después) era tan ajena a mis quince años como lo fueron muchas otras veces, muchas otras Paulas, éstas (en vez) diluidas en vino y licor.

Pero esa tarde hubo alfajor. Hubo lengua destrabando reliquias de chocolate en las muelas, mientras el dulzor se abrazaba al dolor que sólo se siente en el primer frío del único invierno del alma, que es a los quince. Los inviernos siguientes son tímidos ecos del primer desamor. Ese niño se codeó con su desalegría, y le ofreció un gran bocado de alfajor para calmarla. Y ésta, ruda estatua, no se calmó. “Así es el amor, urgente y hostil, un imán roedor que no tiene memoria”, dice una canción que compuso Atilio veinticuatro años después, cuando una Paula que no era ésta lo dejó porque sí. Ese buen verso vuelve cada vez que llega la tarde y alfajoreo.

Azar y Funes.

El mejor momento para abordar el cuento de Borges es precisamente éste, ya que no recuerdo demasiado bien los detalles. Entonces, me dispongo a hablar sobre la magnífica cualidad de Ireneo (recordar todas las imágenes con una minuciosidad tan intensa como la realidad) a medida que olvido los detalles e imágenes suscitadas al momento de la lectura. Creo que el mensaje borgiano se intensifica a medida que el lector olvida esos detalles, y con eso, con lo que le sobra, con lo que se le entreveró (por que pasó tiempo, porque pasaron trenes, hojas de lechuga, pasos sobre una vereda, el timbre del “2 A”, el profundo amor por una profesora) intenta hacer un comentario que se oye como a la distancia. Tal es así que éste texto -que comenta el original Funes, el Memorioso- es nada más que un eco apagándose en los bordes de la memoria, materia humana y febril.

domingo, 6 de mayo de 2007

La Glorieta de Belgrano

En mi juventud conocí a una mujer que amaba el tango y que allí, en las milongas o en la glorieta de Belgrano, encontró la forma de conseguir aquel abrazo de tres minutos, quizá un poco más, el abrazo entre tanda y tanda, aunque apriete el frío o haga calor, bailando al paso de un viejo con gorro, con un señor de peluca, con otro vestido de chaleco y pañuelo (que se alegró considerablemente cuando la música fue chacareras). Yo, a pesar de todo, desoyendo sabios consejos de Atilio, entré en conversación como por casualidad hasta que finalmente consideré necesario invitarla un trago, invitarte a hablar vos y yo sobre una mesa con dos copas, porque muy a pesar mío no tengo forma de sacarte a bailar sin hacer el ridículo.

Paula, te llamabas Paula, como debe ser, y esa noche de frío en Belgrano la glorieta estaba colmada de Paulas, cruzándole un brazo en la espalda a Tulio que las lleva al compás, que las abraza como si fueran lo último que queda por hacer esa noche. Y después del baile, después de la modesta tandita de cuatro tangos que siempre quedan cortos, Paula se desengancha y dice un súbito gracias, un hasta luego, porque de eso están seguros los bailarines, que mal que les pese se vuelven a encontrar siempre. En otra milonga, un lunes a la noche en el Salón Canning, en un rincón donde no caben las palabras, donde es lugar y momento de los gestos del cuerpo, ese que inclina la cabeza para que ella, Paula, sepa que la están llamando y debe acercarse a la pista.

Así bailé yo mi tango con vos, este humilde canto que ahora sabe a súplica, ese recorrido que hicimos juntos en tanto eras sólo Paula, sólo idea de mujer del otro lado de algo, con la que también tuve el gusto de amanecer, de la misma manera que sos sólo la pareja de baile de aquel que ahora te sostiene y quizá te desea. Es cierto que el tango se baila de a dos, pero también creo que es una danza solitaria; que por más abrazo y aliento, por más que entre paso y paso pueda olerte donde empieza a nacer tu pelo en el cuello, cuando la tanda se terminó decimos gracias, y a veces esa sonrisa es sólo una formalidad. Como dirán los milongueros, no es razón de pena que acabe el tango. Siempre volverá a sonar, furioso o tranquilo, en algún otro rincón de la ciudad. Sol, do.

viernes, 4 de mayo de 2007

Tentativa de Esquina Azarosa.

El azar es el azar. Pero el sentido común indica que hay azares más azarosos que otros. No sé si estoy completamente de acuerdo con la idea, pero opto por elaborarla antes de pensar su refutación. Entonces: si hay azares más azarosos que otros, deberían existir variables que determinen la azarosidad de ese Azar (como Forma Pura).

Por ejemplo, podemos decir que existen esquinas más azarosas que otras. Una Ley Superior indica que Callao y Corrientes es más azarosa que Paseo Colón y Humberto Primo. Es decir, el azar al que uno se expone en Callao y Corrientes es más denso –i.e. tiene más densidad azarosa- que un simple azar de barrio. Demos ejemplos: en Callao y Corrientes el azar reúne cantantes, empresarios con apuro, empleados de banco, vendedores de lapiceras, estudiantes con tiempo muerto, guitarristas, mozos que salieron a fumar, una mujer hermosa con dos bolsas de supermercado, un vendedor de encendedores. En cambio, en la otra esquina el azar sólo se ocuparía de reunir apenas a un señor que baja del 152 hacia una tienda de antigüedades, una señora que pasaba por ahí, un estudiante de Ingeniería que bochó tres veces Mecánica de los Fluidos.

Además, esquinas azarosas como las que cortan Rivadavia en el Congreso de La Nación (monumental edificio azaroso), se convierten en lugares idóneos para un nuevo tipo de actitud vital: el azareo. Éste novedoso verbo da cuenta de la actitud de cientos de individuos que caminan por veredas con la mirada tranquila, azarosa, meditando quién sabe qué, hurgando en librerías de usados, yendo al Cine Gaumont, mirando las palomas (apoteosis de animal azaroso), i.e. azareando.

Un error común consiste en la creencia de que el azar aumenta en el interior de los bares, sobre todo cerca de las ventanas. Allí, verborrágicos cafeteadotes se sienten más azarosos, perciben el azar de revolver un café, que el movimiento circular de la cucharita (el cuchareo circular) en realidad envuelve mensajes místicos (pasados vikingos, griegos, eslovenos, o rarezas afines). Esa carga emocional que los parroquianos insertaron en los bares que frecuentaban los convirtió en lugares menos azarosos. La explicación no abunda en azares: quien va a un sitio a buscar azar, y lo encuentra, no experimentó el azar sino la costumbre. El azar debe sorprender, o al menos confundir. Por lo tanto los bares se convirtieron en lugares de menor densidad azarosa que sus veredas y calles aledañas.

La naturaleza azarosa de los razonamientos que pueblan este texto da lugar a una planificada refutación a publicarse en los próximos días.

jueves, 3 de mayo de 2007

Refutación de Platón.

Encontré en Historia de la Eternidad un muy buen argumento para reflexionar sobre Paula. Salvando las distancias y haciendo las aclaraciones correspondientes –las que, una vez hechas, permiten jugar a entender a Borges y que eso sea divertido- paso a la humilde interpretación de las pocas hojas que leí.

Encontramos la siguiente crítica a la doctrina platónica. Entre otros argumentos que esboza Borges, incluye: “la conjetura de que esos mismos arquetipos asépticos adolecen de mezcla y de variedad. No son irresolubles; son tan confusos como las criaturas del tiempo. Fabricados a imagen de las criaturas, repiten esas mismas anomalías que quieren resolver. La Leonidad, digamos, ¿cómo prescindiría de la Soberbia y de la Rojez, de la Melenidad y la Zarpidad?”

En otras palabras, aquellas Formas puras en el mundo de las Ideas, en el paraíso de Platón, en realidad no son tan puras, ya que no pueden entenderse sin otras formas que las componen. Aquellas Formas, dice Borges, sufren (cuánto mejor suena adolecen, porque adolecer incluye la noción de tiempo –porque quizá adolecer sea sufrir una transformación temporal) de la mezcla, de la confusión. Es decir, no son puras. La Pureza como forma platónica, quizá tampoco exista.

Entonces Paula, esa Forma Ideal (en términos conceptuales, no de conveniencia) verdaderamente está hecha de muchos elementos: Belleza, Armonía, Carácter, Lentitud. Pero más aún, las formas impuras (en términos conceptuales) que la componen son a su vez otras Paulas, tan trascendentes que ellas mismas se han vestido de conceptos que llevan su nombre: Luciana, Morelia. En fin, Paula.

Y aunque nos hayamos colado a la refutación de Platón en manos de Borges, a los fines de este Diario seguiré llamando Paula a aquella Forma de Mujer.

miércoles, 2 de mayo de 2007

La Reina.

Dejaste de aparecer, y te hablo a vos, ferviente imagen, cálido aleteo. Tan típico de ustedes, imágenes de la noche, proletarias de la imaginación, que gozan de sutil autonomía para que un hombre solitario sienta la dicha, ácido ruido del alma. Insisto, no puede ser que una mujer, no puede ser que tu talón, tu taco nunca visto, nunca oído, tenga el poder de abrirme el pecho y sentir fatiga. Yo, que no te conozco, ya te amo. Suficiente razón para sospechar de mi amor, de las palabras que lo aluden, de la voluntad de representación. Y si estiro un poco más el modesto razonamiento, puedo decir que escribo para creer en estas cosas, y también que creo en la ansiedad de la desnudez para poder anotarla. De ida o de vuelta del cuaderno existe un profundo amor. Un amor verdadero que no ama a ninguna mujer, que ama la mentira. La más bella mentira, la princesa de la impostura, la única que reina en las almas. La ficción.

Combinaciones (1950´s)

Fue hace tantos años que no recuerdo muy bien, o quizá por esa misma razón recuerde con más intensidad (una bufanda verde, el frío de Julio, arena) los detalles menos evidentes pero más significativos. A fin de cuentas, los recuerdos devienen enumeraciones: el muelle sobre un mar frío, la isla, un crepúsculo apurado, mi juventud o quizá ni eso. Yo era un niño, eso lo recuerdo bien.

Por error entré al hotel, el derroche de luces y sillones, los salones vacíos por la temporada baja. Y por eso, allá lejos, el hombre en el piano que había pedido permiso a un barman dormido y tras mínimas gestiones sacaba uno atrás de otro íconos de rock nacional y del mundo. Y allí abajo, arrulladas por la música y las vacaciones, dos seguidoras solitarias en sillones individuales, enroscadas como mascotas.

Con poca vergüenza me acerqué y encontré un lugar entre el pianista y las dos mujeres. Ya lo intuía en ese primitivo entonces: ciertas combinaciones se traducen indefectiblemente en amor, sea éste lo que Dios quiera. Por aquel entonces: el piano de cola, el susurro afinado de una de ellas, el frío, la eterna vacación, los quince años, el tiempo de sobra y mi proverbial melancolía fueron suficiente excusa para caer rendido. Es que el amor a los quince años es terrible.

Y así, con frío y timidez fui midiendo las palabras para forzar un diálogo con esa mujer. Ella no tenía más de quince años, pero a veces es cuestión de ángulos. Inclinaba su cabeza hacia arriba, miraba entornando con ojos azules; encendía cigarrillos Nevada encogiendo la cara por el humo. Tan niña, tan pequeña y absoluta, esa infantil figura de quince años.

A esa edad el amor no resiste reflexiones. Estacional y perfecto, atroz y estomacal. Se manifiesta solo y no necesita poesía ni palabras. Un amor musical que perece con el tiempo. Recuerdo un sweater blanco, el perfume que usaba para aumentarme la edad, mi rotunda niñez.

Fue así que a los quince años amé a una niña que ya era mujer.