martes, 25 de agosto de 2009

Exhalación de las bailadoras.

Incluso si estuvieran en medio de una pieza de baile, ellas se dan cuenta y por turnos bajan del escenario. Las bailadoras se acercan a exhalar a las mesas de los que ya están borrachos, les alejan el trago, y los convencen de que ya es hora de irse a dormir. La exhalación, una pequeña tormenta, para los parroquianos es ley. Cuando la mesa queda libre, el dueño va despacito y sin que nadie lo vea junta uno a uno los cristales.

Ansia de las bailadoras.

En el Sótano de las Bailadoras todo está dicho.

Las bailadoras bailan, los parroquianos se emborrachan, el dueño cobra.

Pero el equilibrio, que es frágil, se altera si una bailadora pierde una sandalia, que cae del escenario sobre la mesa de un hombre solo que no cree que el calzado pueda oler tan bien. Y mientras los borrachos se despabilan y el dueño cubre el mes, las otras bailadoras ya se distrajeron, sin llegar a tropezar, pero erráticas y tímidas, como si fueran humanas y corrientes.

Y el dueño sabe que esto sólo puede empeorar, que cuando una bailadora vuelve al camarín –detrás del escenario- las demás la siguen, y sin bailadoras aquel lugar es sólo un sótano que no pernocta, con su hombres frente a copas quietas.

Qué queda para el resto si ellas, las bailadoras, se han ido, o si en vez de subir al escenario se sentaran a emborracharse con los demás.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Sueño de las Bailadoras.

El sueño de las Bailadoras es otra forma de curarse, cosa que nuevamente exige explicaciones.

La terapia del sueño es más o menos así. Cuando los parroquianos empiezan a hacen sonar las sillas, lo que señala la retirada, una de las bailadoras se desprende del resto y baja del pequeño escenario. Con suavidad de bailadora, camina entre las mesas, llevándose las miradas de los pocos que todavía no se fueron. Esto sucede justo antes del amanecer, el momento que todos temen, y por eso es que muchos ya han elegido irse para no tener que caminar de día. La bailadora, con un gesto imposible que no se puede malinterpretar, elige a uno de los hombres y se lo lleva.

No se puede saber adónde van; sólo se sabe que duermen. En realidad, ella se duerme primero, se deja arrastrar por el sueño, y el hombre la mira cerrar los ojos y después respirar con tranquilidad. Con el codo apoyado en la cama el hombre la mira o se quiebra, atento a su respiración, y nota con alarma que la bailadora está soñando y ya sonríe. Después viene el segundo gesto imposible de ella: algo con la mano o con el empeine lo envuelve y lo lleva también a un sueño profundo. Ahora el que duerme es él, y la que lo mira es la bailadora, que lo besa en la frente juntando los labios, y acurruca el dorso de su cuerpo contra él.

El sueño dura muy poco, y mientras descansa junto a la bailadora no sufre ninguna preocupación. Piensa que quizá, después de todo, haya muerto. Cuando se levanta, ella no está, pero algo queda presente hasta bien entrada la mañana. El efecto, que tarde o temprano se diluye, funciona como un acto de fe.

Nadie sabe bien qué pasa durante la noche. Las bailadoras nunca hacen el amor con los hombres, pensando sobre todo en el bien de ellos. Algunos dicen que lo que cura es el olor. Quienes alguna vez durmieron con una bailadora no hacen preguntas ni se lo cuentan a nadie. Solo esperan, noche tras noche, hasta que les toque de vuelta.

martes, 11 de agosto de 2009

Manetti.

Lo de Manetti es algo extraño -aunque también- la historia más común. Todos, alguna vez, se pasan una noche entera hablando de ella. Todos, en el fondo, desean conocerla un poco más que el otro. Qué raro se ve desde la barra, quizá piense el dueño gordo, Manetti es a la vez imposible de evitar, pero también inabordable. Nadie se le acerca. Ella va. Nadie la niega, quizá porque nadie sabe cómo. En ese sótano los ánimos son más bien débiles, y un fenómeno como Manetti parece, por lo menos, extraplanetario.

Cabe aclarar, Manetti es una mujer.

Su trabajo es diferente al de las bailadoras. Su espectáculo, más teatral, trasncurre en las mesas. Nadie la dirige. Nadie le dice qué hacer ni en qué mesa sentarse. Cuando se la ve entrar, cada uno a sus ritmo, los parroquianos apuran el trago, apretándose en la silla, y con el firme deseo de que esa noche la suerte los acompañe.

Manetti no camina con pasos. La lógica de sus desplazamientos es imposible. Simplemente aparece, acá, allá, sentada en la barra hablando con el dueño.

Aún en las noches más calmas, su aparición despierta un tímido nerviosismo. El dueño, un poco mercenario, sabe que cuando ella viene la gente se pide un trago de más.

Las conversaciones con Manetti son fáciles de llevar. En realidad, habla ella. El parroquiano la escucha del otro lado del mundo, como si no tuviera palabras, o con palabras ajenas al lenguaje de Manetti. Ella lo sabe, pero no está ahí para comunicarse, sino para despertar otra cosa. Manetti sabe de qué se trata la impresión clínica que produce en los hombres. Sabe que es la perdición pero también la cura.

Algunos, los que ya ha repuntado un poco, intentan una conversación. Ella, que no tiene malicia pero conoce muy bien el oficio, los deja decir. Pero siempre los frena antes de de tiempo, antes de que el efecto terapéutico se transforme en veneno.

En el fondo, todos –incluido el dueño- le temen.

En silencio, con dedicación sacerdotal, aman a Manetti. Ella lo sabe y evita los desbordes. Se deja amar por los hombres solitarios que ocupan aquellas mesas pequeñas, con la cautela necesaria para mantener el equilibrio.

viernes, 7 de agosto de 2009

Sufrimiento de las Bailadoras.

Su principal responsabilidad, trabajar para la alegría ajena, les reporta esporádicamente algunos momentos difíciles. Son los momentos en que una o más de las bailadoras comienzan a entristecer.

Su tristeza se nota en todos los aspectos posibles. Algunas directamente pierden algunos centímetros de altura; a otras se les apaga la voz. La mayoría, de manera repentina, pierde la parsimonia irreverente en la forma de caminar. En general, ellas intentan ocultarlo. Cuando el dueño del lugar, gordo y desde la barra, nota alguno de estos cambios, interrumpe la función y pide a los parroquianos que se retiren. Algunos, los que tienen ánimo para quejarse, piden terminar el trago. Cuando ya no queda nadie, el dueño cierra el lugar y desaparece en la cocina.

Las bailadoras se sientan alrededor de una mesa. A veces son seis o siete; pueden llegar a ser veinte. De común acuerdo, como si respondiera a un ritual, deciden deshacerse de la tristeza. Cuando son muchas y no entran en una mesa, arman una especie de anfiteatro que les permite verse las caras. El primer temblor, súbito, casi no se nota. A una de ellas se le mueve el mentón, y en seguida, como si fuera producto de una transmisión eléctrica, se expande hacia las otras. El dueño, cauteloso, no puede soportar ver la tristeza de las bailadoras. Unos minutos después, los mentones de las diez o quince tiemblan erráticamente, sin dejar caer lágrimas, pero con fuerza suficiente para sacudir el piso del salón. Ellas, amables, se miran a los ojos para compartir la pena. Creen, con cierta religiosidad, que esa es la única forma de purgarse.

Cuando han terminado, el dueño vuelve de la cocina con una gran pava de té. No todas aceptan la bebida. Algunas parecen ausentes. Lentamente el efecto del rito se empieza a notar. Las que perdieron altura vuelven a crecer, a veces superando la altura que tenían antes. Vuelven a oírse las voces de quiénes habían enmudecido. Vuelven la gracia, el esplendor, esa luz propia que tienen las bailadoras, y que usan en sus bailes para recuperar el ánimo de sus espectadores.
El rito termina con una de ellas subiendo al escenario y comenzando a bailar. A veces es una sola; otras son dos o tres, que bailan para las bailadoras. Cuando esto sucede, el dueño las espía desde atrás de la barra. Mira interrumpidamente, tapándose la cara con la mano, porque sabe que no pude soportar tanta belleza junta.

martes, 14 de julio de 2009

Instituto de Bailadoras.

Para dejar afuera a los malpensados, la primera aclaración es que no son prostitutas. La disciplina que llevan adelante es milenaria y mucho más compleja que la prostitución, aunque ésta también tiene sus cosas.

Pertenecen a un instituto (o Instituto) que se dedica a reestablecer ánimos derrumbados. Su carta fundacional menciona las bondades de la mujer, la gracia de su cuerpo, y los numerosos beneficios para la salud de los espectadores. Para curarse, sólo hay que mirar.
Quienes se acercan ya han perdido todo, o están a punto de perderlo. Quiénes se acercan no conocen ninguna hora buena del día. Sorprenderá, pero no son sólo hombres. El público de las bailadoras es más espectacular quizá que los bailes.

Muchos llegan ya borrachos. Los que han empezado a curarse muestran los primeros signos de dejar la bebida, como ordenar algo de comer, hacer algunos saludos cordiales, respirar con tranquilidad. En el lugar hay poca luz y mucha expectativa. Los bailes nunca son anunciados. No se sabe ni la hora ni la patología específica que pretender calmar. El público tampoco es selectivo. Sentado en mesas solitarias, se dedica a mirar a las bailadoras y sentir cómo el alma vuelve al cuerpo, cómo las cosas vuelven a tener nombre, el vaso en un vaso, la mesa es la mesa, aquella de la esquina es la camarera, aquel el dueño. Cuando está por amanecer todos vuelven a entristecer. Las bailadoras lo saben e intentan repararlo en sus bailes. Pero cuando el día ya es ineliminable, se retiran a sus camarines y el público se levanta de a poco de sus mesas.

El lugar cierra hasta la noche siguiente.

viernes, 20 de marzo de 2009

Recuperadores de lo Bailado.

En esta misma ciudad, y porque -aunque parezca mentira- existe cierto balance universal de las cosas, existe otra agencia, más noble y esperanzadora, que se ocupa de recuperar lo bailado. En general estos tipos esperan a que uno se siente frente a ellos, que siempre se mueven en yunta, y mientras toman café de cafetera (esas largas, metálicas, con pico vertedor), lo oyen a usted hablar apenado sobre cómo unos malvados se han encargado de quitarle lo bailado, y usted describe como mejor le sale el dolor que siente y la necesidad de que alguien se lo devuelva. Usted exclama, mete pausas en su discurso, niega con la cabeza. Intenta una pequeña sobreactuación. Ellos lo miran, ya se han terminado el café, están impacientes. Después uno de ellos toma un papel, anota una cifra, y la desliza hacia su lado de la mesa. Usted ve el numero –exagerado- y permanece callado. Eso es por el ochenta por ciento de lo bailado, dice el del medio; con la mejor de las suertes llegamos a un ochenta y cinco. Un quince por ciento de lo bailado –cuando a uno se lo quitan- siempre se pierde. Estos tipos son buenos, piensa usted. Son los mejores. Son los únicos, en realidad. No le queda opción, si quiere recuperar lo bailado, con la indefectible merma del quince por ciento, deberá pagarles a estos señores.

Un posible final para es encuentro es que hurgue en su bolsillo y de ahí saque una pila de billetes.

lunes, 16 de marzo de 2009

Quitadores de lo Bailado.

Existe en esta ciudad una agencia de quitadores de lo bailado, y efectivamente, aunque parezca un poco mucho, ellos vienen, se sientan frente a usted, conversan un rato, y después de ese intercambio de palabras usted notará que –en efecto, le han quitado lo bailado. Es dramático, porque no hay cosa peor que a uno le quiten lo bailado, y la memoria pone mucho de sí para que lo bailado sea inolvidable o anecdótico. Entonces, ante el quite de lo bailado no tardan en llegar las caras largas, el aburrimiento, la sensación de que sí le pueden quitar lo bailado, o peor aún, de que se lo han quitado.

¿Y qué se puede hacer?

Y, no mucho.

martes, 3 de febrero de 2009

Sensación Congresal

Es posible tener sensaciones congresales. Estas se tienen en Congreso. La mente, afligida por las dolencias del vivir, es capaz de registrar con tanto detalle una sensación –en este caso las congresales- que puede reproducirlas en otros momentos y lugares que no son congreso.

Quizá sea la lluvia o la lentitud de la mañana.

Quizá, el temor de ser un verdadero solitario.

Es imposible la evocación del barrio de Congreso sin que venga como un huracán el gusto de la napolitana que hacen, con más grasa y aceite que en el resto de las pizzerías de Sudamérica, en La Americana. Es imposible que no recorra mentalmente la entrada del Gaumont, el caminar por la Plaza, las palomas dolientes, las personas desesperadas, las marchas, la noche que cae sobre Callao y Rivadavia como un hechizo. La boca del subte. La certeza de estar en el corazón de una ciudad tremenda.