martes, 17 de abril de 2007

Síntesis de la milanesa (II de III) 1971

En primer lugar, me cuesta decir que escribo, me cuesta reconocer que una de las cosas que hago durante el día –lo que para muchos es la jornada laboral- es escribir. No quiere decir que no tenga o haya tenido un trabajo entendido como lo que es: un lugar donde uno desarrolla una actividad y es remunerado por ella. Me refería a algo mucho más simple: soy una persona que en determinado momento de día se inclina sobre una mesa arriba de un papel, o teclea en una máquina de escribir. Este íntimo acto es muy significativo. En primer lugar –al menos en mi caso- se trata de una actividad reflexiva, y lo digo en el sentido estricto de la palabra; soy alguien que frecuenta el hábito de reflexionar, y esa actividad sí que es ambigua. La reflexión, pienso a veces, está sobrevaluada. Sentarse a reflexionar, como estoy haciendo precisamente ahora, en este rincón de Congreso, puede ser en verdad algo muy penoso. Muchas veces lo que hay para ver no son más que decepciones; no sólo mías, de todo el mundo. La reflexión me lleva a encontrar una especie de diagrama, de maldita repetición, la horrible certeza de que las cosas se suceden sin demasiado sobresalto. Noción que nunca hubiera descubierto de haber evitado esta práctica oculta que implica sentarse en una silla de un bar y mirar alrededor. Porque reflexionar es mirar alrededor. No se necesita más que ojos y una mínima capacidad para hilvanar ideas, y a veces ni siquiera eso.

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