miércoles, 24 de enero de 2007

"Formas Poéticas de Denigración" (1960)

Algunas prácticas de los hombres, a la luz de la crítica superficial, llevan equivocadamente el nombre de vicios, perversiones u otras calificaciones patológicas. Sin negar que estas existan, son conceptos muchas veces mal empleados.

Visitar prostíbulos asiduamente, por ejemplo, puede constituir un hecho lírico antes que un acto perverso. Explicaré por qué.

En algún sentido, la prostitución es una profesión noble, siempre y cuando ellas –las mujeres de avería- sirvan de reposo para las almas angustiadas de quienes las solicitan. Una prostituta es una entidad espiritual, que se presta a un intercambio sincero con un hombre que la busca sin dobles sentidos, sin mentiras ni condiciones. De alguna forma, se trata de uno de los intercambios menos ambiguos entre un hombre y una mujer.

Las formas de denigración poética sobre las que deseo explayarme, sin embargo, son otras. Está claro que frecuentar los prostíbulos puede convertirse en un hábito oscuro. De todas formas, la denigración, el aniquilamiento del yo, la supresión de los mecanismos provocadores de bienestar que funcionan automáticamente, en sí constituyen una forma algo oscura de realización poética. El despojo de uno mismo, la comisión de actos denigratorios, la profanación, contienen en sí mismo una esperanza más fuerte, una tácita voluntad de vivir que aparece únicamente en estos momentos de soledad absoluta. Y es indiscutible que los prostíbulos –en especial los de baja calidad- son lugares idóneos para experimentar esta sofisticada versión de soledad. El mecanismo es el siguiente: alcanzar la soledad absoluta para identificar, por el absurdo, la vida en su pureza máxima. Peligroso juego de extremos, es cierto.

Esta anulación de uno mismo, este sacrilegio a través de la degradación, en algún sentido purifica. Por lo tanto, ir mucho a los prostíbulos tiene algo de budista, aunque cueste creerlo.

Para que esto funcione las prostitutas tienen mucho que ver. Algunas de ellas comprenden el experimento, otras simplemente se dedican a fornicar con nosotros. Fornicar es muy hermoso, pero no tanto con prostitutas, mujeres que están tan lejos de amarnos, y que quieren nuestro dinero. Pero por otro lado, ese acto despojado de amor –que nos destruye- nos abraza desde la soledad, desde el olvido, desde la pena que retuerce el pecho cada vez que miro el cielorraso opaco de un cuarto de hotel mientras la dama que se acostó conmigo se viste y apronta para recibir al próximo cliente. Esta transacción, este solemne intercambio de bienes, purifica.

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